La región
de dónde vengo es sin duda la más misteriosa y placentera de la tierra. El valle, dotado de una belleza incomprensible, es abrazado por una cadena de montañas que se elevan de
manera imponente, con cimas tan amplias e inaccesibles, que a ningún hombre permitirían llegar. Una enorme cresta de bordes suaves y jaspeados que abre paso al poblado, es rodeada
por ejércitos de cipreses
milenarios y caminos de roca firme que
se dejan bañar por las aguas más transparentes
que nacen en las gélidas cumbres de las montañas.
Parece que nací y crecí
en un lugar olvidado hace ya mucho tiempo, un lugar poblado
de historias que a nadie
interesan, hogar de edificios deteriorados y
verdes prados, de abuelos timoratos y perros taciturnos. Ese fue el
lugar que me alejó de las perversiones de las grandes ciudades, fue la tierra que me
enseñó a vivir de una manera simple y
reflexiva.
Para ese entonces no sabía lo que
era amar una mujer, y aunque amaba las nubes, y amaba el olor que adquieren las
hojas de los libros cuando con el pasar de los días envejecen sobre los estantes
rígidos, jamás me había entregado en cuerpo, en alma y en conciencia a la carne de
una de ellas.
La mayor parte de mi juventud
transcurrió en soledad, alejado de las
ideas mundanas, de los peligros que
vulneran el alma, más bien, acompañado por los extensos volúmenes de
literatura que me servían de almohada cuando el cansancio me alcanzaba, y también,
de la luz de las velas, que amablemente
extendían mis noches con su fuego manso y atractivo.
Jamás necesite de los besos de
una criatura esbelta, porque nada me atraía más que el brillo de la luna de
junio, y tampoco anhelé una caricia
suave por parte de unas manos delicadas,
porque el eterno romance que
vivía con las estrellas, entusiasmaba mi corazón más que cualquier otra cosa.
Amar es un verbo que no se puede
conjugar en todos los corazones; para recibir hay que ofrecer, ofrecer
mucho, pocos están dispuestos a darlo
todo en nombre de un afecto, y en tal caso, yo no podía darle a una mortal el
amor que le debía a las luces del conocimiento,
eso podría calificarse como traición, y a la traición se le paga con
sangre.
Aunque algunas señoritas
intentaban hacerme conversación, no queriendo yo ahondar en sus temas de índole
romántico, lograba evadirles con la excusa de querer ordenarme como sacerdote. No quería proporcionar interés
a parlamentos insípidos, pláticas que se
consumarían en situaciones incomodas y
pasiones fugaces, la mujer de mis
pretensiones parecía no existir en esta dimensión, aquella dama era tan solo
una idea que vivía impregnada en mí como
una quimérica ambición, prefería por lo tanto, mantenerme alejado de
tales vicisitudes.
Era habitual que cabalgara en mi caballo para dirigirme hacia el monte; allí, en alguna
superficie llana, me recostaba en la hierba y me
refugiaba en el calor de una hoguera,
dejaba que pasaran las horas mientras mis pupilas se perdían en el
firmamento, que en posesión de
los astros me hipnotizaba, y cuando
me daba cuenta que era ya muy tarde,
trepaba en la silla de la paciente bestia, y regresaba a mi hogar.
En una de esas excursiones por entre los pasos de montaña, descubrí por
causalidad un portentoso santuario que
se erigía muy cerca de una hilera de sauces. La edificación de arquitectura antigua,
se encontraba abandonada en su totalidad, gran parte de los vitrales aun
acompañaban los ventanales de hierro, y la puerta de madera maciza permanecía
cerrada, asegurada con un par de cadenas oxidadas. Por entre los caminos que
conducían a una pequeña capilla, reconocí
un camposanto tupido de tumbas y figuras
de mármol en representación de ángeles y
apóstoles, me aproximé para detallar el lugar,
y noté en algunas lápidas, que las inscripciones eran antiquísimas, y
que pertenecían a hombres y mujeres que habían servido antaño al Señor. No quise cruzar la reja, por respeto a los cuerpos que allí reposaban,
y más bien, para saciar mi curiosidad,
recorrí minuciosamente la zona, y al no
encontrar algo extraordinario, me tendí boca arriba en un denso pastal.
El día ya se había ido, y aun en
tinieblas, podía distinguir la silueta del viejo santuario que se encontraba
tras de mí, tan silencioso, tan tranquilo y a la vez tan amenazador.
Esa noche la cúpula celestial me
brindaba un espectáculo tan admirable y aplacador, que mientras las nubes iban
y venían en rededor de la luna, fui quedándome dormido, al ardor de los leños,
y arrullado por el susurro melancólico del viento que caminaba a pasos
agigantados por aquel paraje tan irregular e intimidante, pero igualmente
imperado en absoluto por la magia de la escena nocturna.
El plácido descanso en el que me
encontraba sumido, se vio interrumpido por los relinchos del caballo, al que
había dejado atado por una soga en el robusto tronco de un ciprés; el
formidable animal era intimidado por una figura humana que a primera vista no
pude detallar. Me incorporé sobresaltado, y dando unos pasos adelante, pude ver como una esbelta mujer pasaba sus manos por entre la crin de la
bestia. Me aproximé lo más que pude y antes de quedar en frente suyo, se giró
tranquilamente y se dispuso a caminar cuesta abajo.
Me quedé plantado, inmóvil y aturdido
a consecuencia de su perfección . En
mis días jamás vi un rostro con rasgos tan finos y delicados, de ningún poeta oí
mencionar alguna vez, la existencia de unos labios más seductores, y sus ojos,
sus bellos ojos negros, profundos como un abismo, grandes y brillantes, dotados de toda magia, parecían dos gemas
exóticas, engarzadas en la más
sofisticada pieza de joyería. Cuando me dio la espalda, clavé la mirada en
sus cabellos negros y rizados, que envolvían sus tentadores hombros cual las lianas del árbol de la sabiduría,
¡oh sus cabellos!, inhalo el aroma de un incienso desconocido, cuando llega a
mi memoria el recuerdo de su brillante cabellera.
Pensé que ella era, igual que yo, un alma solitaria, que buscaba en las
tierras apartadas, reconfortar un espíritu insatisfecho. La seguí sin disimular mis ansias de
descubrir todo en ella, y me atreví a poner mi mano sobre su hombro, volteó la cara, y cuando me deleitó con sus dientes perlados, blancos y luminosos,
cuando frente a mi rostro tuve su sonrisa, esa que brillaba tanto o más que la esfera celeste que desde arriba nos espiaba, sentí un fuego en el vientre, tan intenso e
inexplicable, que me indicaba el síntoma de un primer amor, un amor único e
incontrolable, desmesurado desde el primer instante.
Sin decir una sola palabra, me
tomó de la mano, haciéndome sentir una especie de electricidad que se adueñaba de cada
partícula que conformaba mi ser; no bastó más que una mirada, más que un sollozo, para que yo cayera rendido ante sus
encantos.
Ahora sabía lo que era amar a una mujer, no habían pasado siquiera dos horas, y yo ya la amaba con locura. Sin dejar de sonreír, se recostó en el suelo húmedo, y elevó su mirada hacia la casa de las nubes. Yo no podía hacer más que contemplar su hermosura; la transparencia de su piel vaporosa y cristalina, me envolvía en un manto de ensoñaciones pasajeras que se inmortalizaron en mi corazón, en mi ebrio corazón.
— ¿Quién eres? — Pregunté casi silenciosamente mientras me recostaba junto a ella, pero de sus labios carmesí no escuché palabra alguna — ¿De dónde vienes criatura hermosa?—
Volvió a sonreír y otra vez llevó
su mirada al firmamento.
— ¡Te amo, Te amo con todas las
fuerzas de que hay dentro de mí!, déjame saber quién eres, de dónde vienes y
por qué has venido hasta a aquí, ¿Acaso es mi destino entregarme a ti sin medida y sin razón?
Tampoco hubo una respuesta.
Tampoco hubo una respuesta.
De manera delicada se puso de
pie, y me invitó a tomar su mano nuevamente, sin proferir una sola palabra. Casi sintiendo que
flotaba por encima del suelo, y dejándome llevar por el éxtasis que me
resultaba su compañía, me fui tras ella mientras me conducía hacia la parte más
alta del terreno. Esa zona no era desconocida para mí, pues en cuanto nos aproximábamos,
yo reconocía la silueta oscura del imponente santuario que horas antes había encontrado.
Antes de que ella volteara el
rostro, me vi dominado por una parálisis que me impidió
siquiera dar un paso. Su mano se zafó bruscamente de la mía, y se fue alejando,
dirigiéndose lánguidamente hacia la
intersección que conducía a la pequeña
capilla.
La sangre se me congeló al darme
cuenta que la silenciosa mujer que yo
amaba, abría la reja del camposanto y se
encaminaba hacia los sepulcros. La movilidad volvió a mis extremidades, marché con prisa
hacia donde ella estaba, pero tuve que detenerme antes de llegar a la reja, cuando vi aterrado como su silueta traslucida y vaporosa, se iba hundiendo en una de
las sepulturas.
Espantado, atravesé la rejilla, y me dejé caer bruscamente cuando llegué a la tumba donde mi amada había desaparecido, encendí un cerillo para examinar la inscripción que había en la losa, y esto es lo que decía:
“Ni siquiera la frialdad de este sepulcro podrá retener la eterna sonrisa de Alexa”
Sin saber cómo reaccionar, me puse de pie mientras de mi mano caía un puñado de tierra seca que había tomado de su sepultura. Dudando de mi cordura, y confundido por la extraña vivencia, me encaminé hacia el poblado, en tinieblas y hecho un mar de cuestiones, perturbado, con el corazón aun palpitante.
Cuando suspiro a causa de su recuerdo, y cuando a mis labios viene su
nombre, me transporto a esa noche en que me enamoré, jamás la olvidaría, y a
ninguna otra podría amar más que a ella.
Constantemente visito su tumba en las noches, con la esperanza de volver a verla, con el deseo vehemente de tener frente a mí sus misteriosos ojos negros.
Constantemente visito su tumba en las noches, con la esperanza de volver a verla, con el deseo vehemente de tener frente a mí sus misteriosos ojos negros.
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