Marieta y yo éramos felices con lo poco que teníamos. Nos habíamos
acostumbrado a vivir de una manera modesta, alejados de la opulencia y
los caprichos de la gente adinerada.
Ella
desde siempre fue mi gran amor, no recuerdo un solo día en que no la
hubiese amado. Tuvimos que combatir todo tipo de adversidades para poder
estar juntos, y el precio que costosamente tuvo que pagar, fue
renunciar a la comodidad que sus padres le ofrecieron desde que era una niña,
olvidarse de los lujos y los banquetes, de los costosos vestidos y los cofres
llenos de joyas, debió olvidar el salón de baile y los paseos a caballo por la
rivera, todo eso, por amor. No
tuvo problema en aceptar la vida moderada que un humilde labrador de
madera podía ofrecerle, era feliz a mi lado, y yo me sentía el hombre más
dichoso por haber ganado su incondicional cariño.
Muchas
veces sus padres fueron a buscarla a la cabaña en donde vivíamos, la
insultaban por haberse casado conmigo, le auguraban infelicidad a mi lado, le
pedían casi arrodillados que recapacitara, le aseguraban que aún había tiempo
para enmendar los errores. Ellos
pensaban —como todos los acaudalados de la región—que para ser felices debían
tener los bolsillos repletos; eso a ella no le importaba, me defendía a
capa y espada, como toda una dama, se mostraba presuntuosa ante el mundo cuando
hablaba de mí, yo era su bienestar, yo era la razón de su vida.
Y en cuanto a mí, fui
víctima de los insultos y la ira de los suyos, de sus altanerías y en más de
una ocasión de sus golpizas; poco me importaba, pues su sonrisa
aliviaba cualquier daño, ella me adoraba y había jurado estar conmigo en la
salud y en la enfermedad, en la fortuna y en la pobreza, en la vida,
y en la muerte.
Vivíamos
en una vieja cabaña que se situaba en medio del campo abierto; Marieta
adoraba las flores, así que poco a poco, le dimos vida a un jardín
enorme donde ella pasaba largas horas hablando con los lirios y mimando
los tusilagos, saltando entre tulipanes y sonriendo a los jazmines
coquetamente, siempre radiante, con esa belleza que le hacía ver como una flor
más, una flor que parecía no marchitarse, una flor de pétalos dorados que se
mantenía con mis marrullerías. Debes imaginar cómo era nuestra vida refugiados
en el campo, lejos de la mirada del hombre, contemplando cada
atardecer, bautizando las estrellas, besándonos bajo los árboles como dos
chiquillos inocentes. ¡Qué días aquellos! juntos vivimos momentos bellísimos,
pero el destino tenía otros planes para nosotros, no todo podía ser un
colchón de nubes, no todo podía ser pan y miel, la muerte se llevó el aliento
de Marieta, llevándose también mi vida a su sepultura. Esto que hoy te
cuento mi hermano, no es una historia fantástica, ni la quimera de un hombre
perturbado que se sienta contigo a beber una copa, por el contrario, es el fiel
relato del amor más puro y admirable que alguien vivió jamás, un amor que
traspasó las barreras de la muerte, uno que hoy y en la eternidad, enlazará
como un fuerte eslabón nuestras almas.
**
Se
celebró la primera semana de Octubre un jocoso festejo en la Villa. Todos
anhelaban las fiestas con afán, pues no existían otros días en que las
gentes pudieran embriagarse sin pensar en consecuencias. Hasta los más
adinerados renunciaban a sus principios en el bailoteo que mezclaba a unos y
otros, a humildes campesinos con grandes señores, y a señoritas
educadas con atrevidas cortesanas.
Marieta
había guardado cama por esos días, se le veía muy pálida, y no dejaba de toser.
Mientras todos bebían y coreaban a grito herido, mientras allá afuera todo el
mundo se deleitaba y desistía a sus modales, yo me ocupaba en cuidarla
día y noche. Enfriaba su frente con paños húmedos cuando parecía encenderse el
infierno en su pobre cuerpo, o la arropaba con otra frazada cuando en la
madrugada trepidaba de frío. Fueron en verdad días de indecible
angustia. Hablamos muy poco entonces, tomaba mi mano para hacerme sentir cuanto
me adoraba, pero no le vi sonreír nunca más.
Debía
salir en busca del médico, era primordial que viera a Marieta, hora tras hora
declinaba su apariencia, ya no había luz en sus ojos, y ya no había fuerza en
su espíritu.
Aún
faltaba un par de horas para que el sol cayera, no era mi deseo dejarla
sola, pero al ver su situación, y necesitado de algunos suministros, dejé
la cabaña para encaminarme a la plaza principal.
Todo
allí era caos y algarabía, en los andenes dormían los borrachines que ya sin
sentido se habían dejado caer, los músicos parecían no conocer el cansancio, y
hasta los perros corrían dichosos tras los muchachitos que les jugaban en las
estrechas calles.
Me
encontraba ya frente a la casa del doctor, al tirar la aldaba del portón,
asomó su esposa, quien de manera arrogante aseguró no poder interrumpir al
importante hombre en una de sus muy habituales reuniones sociales. Insistí
cuanto pude, le enteré a la brusca mujer lo urgente de mi visita, pareció no
importarle mucho, me tiró la puerta en la cara dejándome una espina en la piel.
Grité
un par de veces frente al andén rogándoles que salvaran la vida de mi Marieta,
pero no recibí respuesta alguna; la impotencia que condiciona a los que somos
humildes se convirtió en una fúnebre inquietud, no quedaba más que regresar junto
a ella , no podía ofrecerle más que mi compañía.
Una
espantosa sensación de desasosiego y soledad se aferró de mi corazón, robándome
la poca calma que me quedaba, me encontraba empapado a consecuencia
de la prisa con que regresé. Abrí la puerta de la cabaña, y abrazado por el
silencio y la oscuridad, me arrodillé junto a la cama, apreté sus gélidas
manos, y puse mi oído en su pecho;
jamás me sentí más miserable en esta vida, ¡su corazón se había apagado!
***
Pasé
la noche orando por su descanso, pidiendo perdón a su alma por
haberle dejado sola. Me torturaba esa idea, tal vez, fui el culpable de su
suerte. Sabía que si hubiese sido un señor, poseedor de tierras y
rocines, si tuviese en el momento un buen vestido y brillantes zapatos de
charol, un elegante sombrero y una pipa, el médico no se hubiese rehusado a
salvar la vida de Marieta, quizá me habría atendido con amabilidad, y
hasta me pudiera haber convidado un trago de su botella predilecta.
Cuando
los padres y demás allegados de la desafortunada se enteraron de la
noticia de su deceso, pensaron lo mismo, lo que en si era cierto; con otro tipo
de hombre a su lado el destino de Marieta se habría escrito con otra tinta.
Entonces,
dominados por un sentimiento de cólera y furor, optaron por aporrearme hasta el
cansancio, quebraron cuanto pudieron de los estantes, destrozaron
nuestras pertenencias, y se llevaron el cuerpo que yo me disponía a
preparar para la cristiana sepultura. Después de escupirme la cara
prendieron fuego a la cabaña, dejándome casi sin conciencia en el suelo.
Reaccioné,
logré levantarme y apagar las llamas que no se inflamaron lo suficiente para
rasguear otra tragedia. La mano de la devastación había visitado mi casa,
no me quedó si quiera en donde sentarme, mi miseria ahora era absoluta, no
le llevaría una flor a Marieta, no le daría el último adiós a su cuerpo.
¿Qué hombre podría ser más desdichado en
esta tierra?, no podía existir un sufrimiento mayor en el mundo ni nada que me
pudiera hacer más daño.
Los
días pasaban sin prisa, ahondando el vacío que Marieta había dejado en mi vida.
No había manera de acostumbrarme a vivir sin su compañía, ella era el
motor de mis alas, todo lo que deseaba.
El
jardín estaba irreconocible, y a pesar de mis esfuerzos por mantenerlo
vivo, las flores se marchitaron, la tierra era opaca como mis ojos
tristes, las pobres matitas extrañaban a su fiel compañera, no más que yo, pero sentían su ausencia.
No
desearía siquiera que mis enemigos tuviesen que vivir una noche como las que
vinieron entonces, llenas de angustia y de soledad; despertaba en la madrugada
creyendo que Marieta estaba a mi lado, contrario a eso, el frío de la
desolación y la mirada de la culpa me invadían. Era inevitable romper en
llanto, morder las sabanas o espiar en la ventana esperando ver su fantasma. Creedme
mi buen amigo, ese es un castigo cruel. Más de una vez preferí estar muerto,
para buscarla en la noche oscura, para besarla e implorar su perdón, para
dormir bajo el árbol que vio nacer nuestro amor.
Una
noche mientras cenaba sentí más que nunca su ausencia, se me hacía insoportable
la idea de vivir sin la mitad de mi corazón, ya sabía que el cuerpo de Marieta
reposaba en el mausoleo familiar, y también conocía su ubicación, no podía
acercarme allí ni por equivocación, pero sentía la necesidad de visitar su
tumba, de llevarle en nombre de nuestro amor una flor. La penumbra
me serviría de cómplice, era mi momento.
Custodiado
por la mirada de los astros me encaminé hacia el cementerio, la densa niebla
estuvo tras de mi todo el recorrido. Tuve que violar el cerrojo de la reja para
entrar al sitio donde descansaba su cuerpo; me arrodillé frente a su
tumba, y luego de ofrecer una oración a su alma, quise
proponerle conversación. Le conté como era mi vida sin ella, con mis lágrimas
traté de ganarme su perdón, reclamé piedad por el hecho de haberle dejado sola;
también le requerí enseñanza para cuidar el jardín, pues yo quería
que las flores recuperaran su esplendor; en fin, no podría recordar ahora
todo lo que dije esa noche.
No
era conveniente que mi estadía en el huerto de los condenados se prolongara,
debía irme, así que dejé la rosa blanca que le había llevado sobre la
gélida loseta, ahogué el fuego del candil y me dispuse a salir.
Cuando
di la espalda, algo se aferró a mí hombro; giré sobresaltado pero no pude
ver a nadie en semejante oscuridad, encendí de nuevo la lamparilla, y para mi
sorpresa, la rosa que había dejado sobre la tumba ahora era negra como el
ébano.
****
Admito
que me sentí espantado, pero no me atreví a huir de repente, tal vez mi
imaginación estaba convulsionando, y el sentido del tacto me jugo una mala
pasada. Retomé la acción de abandono, inquieto aun por la transformación
insólita que había tomado la flor, y lo que vino después, fue tan real como las
lloviznas de abril, una suave y melancólica voz que quebró el silencio
del estrecho recinto:
—Amor
mío, ya no sufras más, no hay nada que deba perdonarte.
Creyendo
ser víctima de un juego sonoro, tal vez sometido a oír una cadencia fantasmal,
avancé dos pasos hacia la tumba, presto a percibir el más leve susurro, y de
nuevo el espacio fue invadido por la fúnebre voz:
—
Sí, mi amor, dame la paz que mi alma tanto ansia, he llegado a sentir la
magnitud de tu dolor, y sufro tanto o más que tú, pero ya es hora de olvidar,
es tu hora para vivir.
Sin
duda era Marieta. El miedo que había penetrado en mi espíritu, se disipó de
inmediato. Acercándome lentamente al rincón de donde escapó la voz, quise
buscar—asistido por la suave luz de la lámpara— a mi amada mujer.
Le invoqué un par de veces, pero no hubo ya respuesta alguna. La losa de
la tumba no mostraba indicios de movimiento, y al darme cuenta que su
sombra no se cobijaba en ningún rincón de la cámara mortuoria, decidí
retirarme, conmovido aun por la irregular experiencia.
Estando
ya en la cabaña, me hundí en un sueño profundo que nada perturbó hasta la
amanecida, desde la muerte de Marieta no había podido descansar de tal manera.
Desperté
muy tarde, la idea de su voz triste y sofocada aún continuaba navegando
en los mares de mi conciencia, sus palabras retumbaban en mis oídos como un
tambor de guerra que suscita la fiereza en el campo de batalla, mi corazón
anhelaba sentir de nuevo su compañía, su medrosa compañía. No había otra cosa
que deseara tanto, en esta vida o en la otra, debía ir en su búsqueda para
sentir nuevamente su aliento, así fue como esa noche fui por Ella.
Me
paré de nuevo frente a la tumba y dejé un par de rosas blancas en la losa,
elevé una oración al cielo pidiendo perdón por querer perturbar el descanso de
la muerta, y me arrodillé para besar pudorosamente el mármol frío y
pesado.
¿Cómo
la criatura más hermosa de la creación podía reposar en un lecho
tan gélido, en un recinto tan sombrío, tan absurdamente sujeto a la
soledad? ¿Por qué no se presentaba de nuevo ante mí, si sabía que mi alma
esperaba regocijarse en su hálito? ¿Por qué tardaba, si sabía que mi corazón se
consumía en el fuego del afán?
Agobiado
por el paso inútil de la máquina del tiempo, y decepcionado por la
sensación de haber creído vivir un episodio real la noche anterior, dejé que la
locura y la necesidad que dominaban mi palpitar explotaran en una idea
terrible. Con la fuerza de un rebaño de demonios, me di a la tarea
de remover la losa de la tumba, ya no podía esperar más, debía contemplarla,
quería besarla por mas desfigurada que estuviera; la tenue luz de la
lamparilla me dejó ver su rostro, y no me lo creerías jamás, su piel era tan
fina y escarchada, que podía haberle confundido con un lucero, fresca y adorable
en todo sentido. La lozanía de su figura hizo que una marea de pasiones
invadiera mi corazón, y llevándola a mis brazos, apoderado por el arrebato de
un condenado, la besé con ímpetu, quería quedarme allí eternamente, acariciando
su rostro fascinador, nadando con mis dedos por su larga cabellera rubia.
Después de ese beso, no la podía alejar de mí.
Quería
llevarla de vuelta a la vida, a los piélagos de la luz, entonces, la
profané de su tumba, envolví su delicada figura en mi abrigo, y cuando me
disponía a huir, Marieta abrió sus ojos y los clavó en mi desbordada mirada.
Todo
fue quietud ese eterno instante. Yo no sentía miedo, estaba sorprendido por lo
inconcebible, sus sentidos vivían ahora en los míos.
Desanimada
y sorprendida, adornando sus palabras con una expresión de angustia preguntó:
—
¿A dónde me llevas? ¿Qué vas a hacer conmigo?
— ¡Estas
viva mi gran amor!, ¡has vuelto a la vida! ¡He de llevarte a nuestro hogar, ni
la muerte misma podrá separarnos, no voy a permitir que las huesudas manos de
esa dama sombría te arrastren de nuevo a las tierras bajas!
— ¿Acaso
no vez que soy un cadáver?, no hay otro camino para mí, déjame, deja que
mi cuerpo reposé en el lugar que el destino le ha escogido.
— ¡Pero
si estas viva, aquí, conmigo! Dime, ¿cómo es que tus ojos vieron luz de
nuevo?, dime si tu voz es una alucinación demoníaca que se reproduce
para abatirme, no me niegues la dicha, no me arrebates el alma, no me dejes
solo, nunca más.
Como
sin fuerzas, y queriendo languidecer, Marieta replicó:
—Regresé de las tinieblas
para decirte que te adoro, para decirte que no hay culpa que debas expiar;
siempre serás mi gran amor, y piensa cariño mío, que este cuerpo no se
conservara más que por unos días, piensa que me convertiré en un esqueleto,
porque mi carne desaparecerá como el vino del cáliz, porque estoy muerta.
Mis cuencas estarán vacías, no podrás amarme cuando sea un fétido
cadáver, ¡sé que no podrás! — Expuso apretando con sus afables manos mi
pecho.
—
¡Te amaré, seas lo que seas!, solo ven conmigo, a nuestro jardín,
escapemos de esta tortura y no renunciemos a batallar; descansa mi amor, yo te
llevaré a tu hogar.
Marieta
cerró los ojos y dejó caer el peso de su cabeza sobre la nada, nos refugiamos
en la vieja cabaña y de nuevo caí víctima de un pesado letargo.
*****
En
la mañana desperté agitado, creyendo que todo lo que había sucedido era fruto
de mi imaginación, hasta que vi a Marieta a mi lado, respirando como si
perteneciera al mundo de los vivos. La luz del día hacia que aparecieran unas
manchas sobre su rostro, así que me ocupé en cubrir cada ventana con pesadas
cortinas. Esa noche despertó del extendido sueño, se puso de pie, y
examinó todo lo que había a su alrededor, toda esa ruina en la que yo vivía
entonces. Me preguntó qué había sucedido, yo no quise contestar esa pregunta.
Reflexionó silenciosamente un par de minutos, se asomó por la ventana y sonrió
al ver su adorado jardín. Caminó descalza por sobre el húmedo herbaje, se
acercó a las flores y abordó la tarea de mimarlas como acostumbraba cuando
estaba viva.
Marieta
parecía fatigarse con facilidad, su piel día tras día era más pálida, más
muerta; Reconocí en su momento lo egoísta que me mostraba, la pobre mujer
estaba combatiendo ferozmente por no dejarme solo, yo no pensé jamás en
consecuencia alguna, solo vivía para disfrutar cada instante junto a ella.
Y así
pasaron unos días, ¿Cuántos? , no lo sé, pero fueron los más cortos y
dulces de mi existencia; yo era feliz de nuevo, pero una noche, Marieta
se levantó horrorizada; la carne de sus manos la había abandonado, igual que
gran parte de su rostro, igual que gran parte de su pecho, lloraba
desconsolada, no podía hacer más que gritar y maldecir.
Yo
traté de consolarla, pero con la timidez de una fiera que ha perdido las
garras, expuso a mis ojos su rostro maltratado y corroído.
—
¡Mírame, mírame bien! ¡No es esto lo que quieres, no es esta la mujer que amas,
debo irme, déjame ir por piedad, no sufras más para que yo pueda ser feliz!
—
¡No ahora, no puedes dejarme ahora!
Me
arrodillé convertido en suplicas, no me importaba que tan diferente aparentara
ser su belleza, era la más hermosa para mí. Tal vez pensó en aceptar
mi petición, pero en su aflicción, vi la impotencia que le
representaba seguir luchando contra el tiempo, era una carrera que
seguramente jamás ganaría.
Era
el momento de dejar de pensar en mí. Jamás le vi llorar como esa noche,
como esa última noche.
Cruzamos
la mirada invadidos por el tajante hielo de la nostalgia, y
luego nos besamos de manera tierna; fue difícil decir adiós, y aún más difícil
dejar de abrazarnos; la llevé de la mano hasta su jardín, ella quería descansar
allí, ese fue su último deseo.
Preparé una fosa cerca de sus flores favoritas, ¡que tarea
más difícil!, luego llevé la caja que con tanto celo le había construido y nos
preparamos para la desagradable ceremonia.
Y
otra vez fuimos silencio, podíamos vernos a través de un torrente de lágrimas; se
recostó en el humilde ataúd, soltó mi mano y suspiró con intensidad. Su respiración
entrecortada se fue extinguiendo de a poco, sus ojos se cerraron, de nuevo era
un cadáver. Cerré la tapa que la
apartaría eternamente de la luz de los vivos, cubrí el cajón con tierra hasta
que desapareció de mi vista, me senté junto a las avivadas flores, mirando
perdido hacia el firmamento, sin dejar de pensar un solo instante en aquellos
días.
Me
quedé dormido sobre la tierra húmeda, el rayo del sol me despertó muy temprano,
ese ya descrito aire de nostalgia vivía en mi cuerpo y aun sentía en mi boca
los cálidos labios de mi gran amor. Sobre
la tierra que cubría la fosa había una rosa negra, la flor más bella que mis
ojos jamás vieron, el símbolo de nuestro amor, la muestra viviente de que
la muerte no es el final del camino.
Ha
pasado mucho tiempo, y esa rosa aún permanece en el jardín.
Espero ansioso el día de mi
muerte, porque me quiero reunir con ella, porque sé que en algún lugar me está
esperando.
Esta
pues, es mi historia, y te puedo decir humildemente que no escucharas jamás una
igual, porque no ha existido, ni existirá, un amor como el nuestro.