martes, 14 de mayo de 2013

Marieta




Marieta y yo éramos felices con lo poco que teníamos. Nos habíamos acostumbrado  a vivir de una manera modesta, alejados de la opulencia y los caprichos de la gente adinerada.
Ella desde siempre fue mi gran amor, no recuerdo un solo día en que  no la hubiese amado. Tuvimos que  combatir todo tipo de adversidades para poder estar juntos, y el precio que costosamente tuvo que pagar,  fue renunciar a la comodidad que sus padres le ofrecieron desde que era una niña, olvidarse de los lujos y los banquetes, de los costosos vestidos y los cofres llenos de joyas, debió olvidar el salón de baile y los paseos a caballo por la rivera,  todo eso,  por amor. No tuvo problema en aceptar la vida moderada  que un humilde labrador de madera podía ofrecerle, era feliz a mi lado, y yo me sentía el hombre más dichoso por haber ganado su incondicional cariño.
Muchas veces sus padres fueron a buscarla a la cabaña en donde vivíamos,  la insultaban por haberse casado conmigo, le auguraban infelicidad a mi lado, le pedían casi arrodillados que recapacitara, le aseguraban que aún había tiempo para enmendar los errores.  Ellos pensaban —como todos los acaudalados de la región—que para ser felices debían tener los bolsillos repletos; eso a ella no le importaba, me defendía  a capa y espada, como toda una dama, se mostraba presuntuosa ante el mundo cuando hablaba de mí, yo era su bienestar, yo era la razón de su vida.
Y en cuanto a mí,  fui víctima de los insultos y la ira de los suyos, de sus altanerías y en más de una ocasión de sus golpizas; poco me importaba, pues su sonrisa aliviaba cualquier daño, ella me adoraba y había jurado estar conmigo en la salud y en la enfermedad, en la fortuna  y en la pobreza, en la vida,  y en la muerte.
Vivíamos en una vieja cabaña que se situaba en medio del campo abierto; Marieta adoraba  las flores, así que poco a poco, le dimos vida a  un jardín enorme donde ella pasaba  largas horas hablando con los lirios y mimando los tusilagos, saltando entre tulipanes y sonriendo  a los jazmines coquetamente, siempre radiante, con esa belleza que le hacía ver como una flor más, una flor que parecía no marchitarse, una flor de pétalos dorados que se mantenía con mis marrullerías. Debes imaginar cómo era nuestra vida refugiados en el campo, lejos de la mirada del hombre, contemplando cada atardecer, bautizando las estrellas, besándonos bajo los árboles como dos chiquillos inocentes. ¡Qué días aquellos! juntos vivimos momentos bellísimos,  pero  el destino tenía otros planes para nosotros, no todo podía ser un colchón de nubes, no todo podía ser pan y miel, la muerte se llevó el aliento de Marieta, llevándose también mi vida a su sepultura. Esto que hoy  te cuento mi hermano, no es una historia fantástica, ni la quimera de un hombre perturbado que se sienta contigo a beber una copa, por el contrario, es el fiel relato del amor más puro y admirable que alguien vivió jamás, un amor que traspasó las barreras de la muerte, uno que hoy y en la eternidad, enlazará como un fuerte eslabón nuestras almas.
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Se celebró la primera semana de Octubre un jocoso festejo en la Villa. Todos anhelaban las fiestas con afán, pues no existían otros días en  que las gentes pudieran embriagarse sin pensar en consecuencias. Hasta los más adinerados renunciaban a sus principios en el bailoteo que mezclaba a unos y otros, a humildes campesinos con  grandes señores, y  a señoritas educadas con atrevidas cortesanas.
Marieta había guardado cama por esos días, se le veía muy pálida, y no dejaba de toser. Mientras todos bebían y coreaban a grito herido, mientras allá afuera todo el mundo se deleitaba y desistía a sus modales, yo  me ocupaba en cuidarla día y noche. Enfriaba su frente con paños húmedos cuando parecía encenderse el infierno en su pobre cuerpo, o la arropaba con otra frazada cuando en la madrugada trepidaba de frío.  Fueron en verdad días de indecible angustia. Hablamos muy poco entonces, tomaba mi mano para hacerme sentir cuanto me adoraba, pero no le vi sonreír nunca más.
 Debía salir en busca del médico, era primordial que viera a Marieta, hora tras hora declinaba su apariencia, ya no había luz en sus ojos, y ya no había fuerza en su espíritu.  
Aún faltaba un par de horas para que el sol cayera, no era mi deseo  dejarla sola, pero al  ver su situación, y necesitado de algunos suministros, dejé la cabaña para encaminarme a la plaza principal.
Todo allí era caos y algarabía, en los andenes dormían los borrachines que ya sin sentido se habían dejado caer, los músicos parecían no conocer el cansancio, y hasta los perros corrían dichosos tras los muchachitos que les jugaban en las estrechas calles.
Me encontraba ya frente a la casa del doctor, al  tirar la aldaba del portón, asomó su esposa, quien de manera arrogante aseguró no poder interrumpir al importante hombre en una de sus muy habituales reuniones sociales. Insistí cuanto pude, le enteré a la brusca mujer lo urgente de mi visita, pareció no importarle mucho, me tiró la puerta en la cara dejándome una espina en la piel.
Grité un par de veces frente al andén rogándoles que salvaran la vida de mi Marieta, pero no recibí respuesta alguna; la impotencia que condiciona a los que somos humildes se convirtió en una fúnebre inquietud, no quedaba más que regresar junto a ella , no podía ofrecerle  más que mi compañía.
Una espantosa sensación de desasosiego y soledad se aferró de mi corazón, robándome la poca calma  que me quedaba, me encontraba empapado a consecuencia de la prisa con que regresé. Abrí la puerta de la cabaña, y abrazado por el silencio y la oscuridad, me arrodillé junto a la cama, apreté sus gélidas  manos, y  puse mi oído en su pecho; jamás  me sentí más miserable en esta vida, ¡su corazón se había apagado!
***
Pasé la noche  orando por su descanso, pidiendo perdón a su alma  por haberle dejado sola. Me torturaba esa idea, tal vez, fui el culpable de su suerte. Sabía que si hubiese sido un señor, poseedor  de tierras y rocines, si tuviese en el momento un buen vestido y brillantes zapatos de charol, un elegante sombrero y una pipa, el médico no se hubiese rehusado a salvar la vida de Marieta, quizá me habría atendido con amabilidad,  y hasta me pudiera haber convidado un trago de su botella  predilecta.
Cuando los padres y demás allegados  de la desafortunada  se enteraron de la noticia de su deceso, pensaron lo mismo, lo que en si era cierto; con otro tipo de hombre a su lado el destino de Marieta se habría escrito con otra tinta.
 Entonces, dominados por un sentimiento de cólera y furor, optaron por aporrearme hasta el cansancio, quebraron cuanto pudieron de los estantes, destrozaron   nuestras pertenencias, y  se llevaron el cuerpo que yo me disponía a preparar para la  cristiana sepultura.  Después de escupirme la cara prendieron fuego a la cabaña, dejándome casi sin conciencia en el suelo.
 Reaccioné, logré levantarme y apagar las llamas que no se inflamaron lo suficiente para rasguear otra tragedia.  La mano de la devastación había visitado mi casa, no me quedó si quiera en donde sentarme, mi miseria ahora era absoluta, no le  llevaría una flor a Marieta,  no  le daría el último adiós a su cuerpo. ¿Qué hombre podría ser más  desdichado en esta tierra?, no podía existir un sufrimiento mayor en el mundo ni nada que me pudiera hacer más daño.
 Los días pasaban sin prisa, ahondando el vacío que Marieta había dejado en mi vida. No había manera de acostumbrarme  a vivir sin su compañía, ella era el motor de mis alas,  todo lo que deseaba.
 El jardín estaba irreconocible, y  a pesar de mis esfuerzos por mantenerlo vivo, las flores  se marchitaron, la tierra era opaca como mis ojos tristes, las pobres matitas extrañaban a su fiel compañera, no más que yo,  pero sentían su ausencia.
No desearía siquiera que mis enemigos tuviesen que vivir una noche como las que vinieron entonces, llenas de angustia y de soledad; despertaba en la madrugada creyendo que Marieta estaba a mi lado, contrario a eso, el frío de la desolación y la mirada de la culpa me invadían. Era inevitable romper en llanto, morder las sabanas o espiar en la ventana esperando ver su fantasma. Creedme mi buen amigo, ese es un castigo cruel. Más de una vez preferí estar muerto, para buscarla en la noche oscura, para besarla e implorar su perdón,  para dormir bajo el árbol que vio nacer nuestro amor.
Una noche mientras cenaba sentí más que nunca su ausencia, se me hacía insoportable la idea de vivir sin la mitad de mi corazón, ya sabía que el cuerpo de Marieta reposaba en el mausoleo familiar, y también conocía su ubicación, no podía acercarme allí ni por equivocación, pero sentía la necesidad de visitar su tumba, de llevarle en nombre de nuestro amor una flor. La penumbra  me serviría de cómplice, era mi momento.
 Custodiado por la mirada de los astros me encaminé hacia el cementerio, la densa niebla estuvo tras de mi todo el recorrido. Tuve que violar el cerrojo de la reja para  entrar al sitio donde descansaba su cuerpo; me arrodillé frente a su tumba, y  luego de  ofrecer una oración a  su alma, quise proponerle conversación. Le conté como era mi vida sin ella, con mis lágrimas traté de ganarme su perdón, reclamé piedad por el hecho de haberle dejado sola; también   le requerí enseñanza para cuidar el jardín, pues yo quería que las flores recuperaran su esplendor; en fin, no podría recordar ahora todo lo que dije esa noche.
No era conveniente que mi estadía en el huerto de los condenados se prolongara, debía irme, así que dejé la rosa  blanca que le había llevado sobre la gélida loseta,  ahogué el fuego del candil y me dispuse a salir.
 Cuando di la espalda,  algo se aferró a mí hombro; giré sobresaltado pero no pude ver a nadie en semejante oscuridad, encendí de nuevo la lamparilla, y para mi sorpresa,  la rosa que había dejado sobre la tumba ahora era negra como el ébano.
****
Admito que me sentí espantado, pero no me atreví a huir de repente, tal vez mi imaginación estaba convulsionando, y el sentido del tacto me jugo una mala pasada. Retomé la acción de abandono, inquieto aun por la transformación insólita que había tomado la flor, y lo que vino después, fue tan real como las lloviznas de abril, una suave y melancólica voz que  quebró el silencio del estrecho recinto:
—Amor mío, ya no sufras más, no hay nada que  deba perdonarte.
Creyendo ser víctima de un juego sonoro, tal vez sometido a oír una cadencia fantasmal, avancé dos pasos hacia la tumba, presto a percibir el más leve susurro, y de nuevo el espacio fue invadido por la fúnebre voz:
— Sí, mi amor, dame la paz que mi alma tanto ansia, he llegado a sentir la magnitud de tu dolor, y sufro tanto o más que tú, pero ya es hora de olvidar, es tu hora para vivir.
Sin duda era Marieta. El miedo que había penetrado en mi espíritu, se disipó de inmediato. Acercándome lentamente al rincón de donde escapó la voz, quise buscar—asistido  por la suave luz de la lámpara— a mi amada mujer.  Le invoqué un par de veces, pero no hubo ya respuesta alguna.  La losa de la tumba no mostraba indicios de movimiento,  y al darme cuenta que su sombra no se cobijaba en ningún rincón de la cámara mortuoria, decidí retirarme, conmovido  aun por la irregular experiencia.
Estando ya en la cabaña,  me hundí en un sueño  profundo que  nada perturbó hasta la amanecida, desde la muerte de Marieta no había podido descansar de tal manera.
Desperté muy tarde, la idea de su voz  triste y sofocada aún continuaba navegando en los mares de mi conciencia, sus palabras retumbaban en mis oídos como un tambor de guerra que suscita la fiereza en el campo de batalla, mi corazón anhelaba sentir de nuevo su compañía, su medrosa compañía. No había otra cosa que deseara tanto, en esta vida o en la otra, debía ir en su búsqueda para sentir nuevamente su aliento, así fue como esa noche fui por Ella.
Me paré de nuevo frente a la tumba y dejé un par de rosas blancas en la losa, elevé una oración al cielo pidiendo perdón por querer perturbar el descanso de la muerta, y me arrodillé para besar pudorosamente el mármol frío y pesado.
¿Cómo la criatura más hermosa de la creación podía reposar en un lecho tan gélido, en un recinto tan sombrío, tan absurdamente sujeto a la soledad? ¿Por qué no se presentaba de nuevo ante mí, si sabía que mi alma esperaba regocijarse en su hálito? ¿Por qué tardaba, si sabía que mi corazón se consumía en el fuego del afán?
Agobiado por el paso inútil de la máquina del tiempo, y decepcionado  por la sensación de haber creído vivir un episodio real la noche anterior, dejé que la locura y la necesidad que dominaban mi palpitar explotaran en una idea terrible.  Con la fuerza de un rebaño de demonios,  me di a la tarea de remover la losa de la tumba, ya no podía esperar más, debía contemplarla, quería besarla por mas desfigurada que estuviera; la tenue luz de  la lamparilla me dejó ver su rostro, y no me lo creerías jamás, su piel era tan fina y escarchada, que podía haberle confundido con un lucero,  fresca y adorable en todo sentido. La lozanía de su figura hizo que una marea de  pasiones invadiera mi corazón, y llevándola a mis brazos, apoderado por el arrebato de un condenado, la besé con ímpetu, quería quedarme allí eternamente, acariciando su rostro fascinador, nadando con mis dedos por su larga cabellera rubia.  Después  de ese beso, no la podía alejar de mí.
 Quería llevarla  de vuelta a la vida, a los piélagos de la luz, entonces, la profané de su tumba, envolví su delicada figura en mi abrigo,  y cuando me disponía a huir, Marieta abrió sus ojos y los clavó en mi desbordada mirada.
 Todo fue quietud ese eterno instante. Yo no sentía miedo, estaba sorprendido por lo inconcebible, sus sentidos vivían ahora en los míos.
 Desanimada y sorprendida, adornando sus palabras con una expresión de angustia preguntó:
— ¿A dónde me llevas? ¿Qué vas a hacer conmigo?
— ¡Estas viva mi gran amor!, ¡has vuelto a la vida! ¡He de llevarte a nuestro hogar, ni la muerte misma podrá separarnos, no voy a permitir que las huesudas manos de esa dama sombría  te arrastren de nuevo a las tierras bajas!
— ¿Acaso no vez que soy un cadáver?, no hay  otro camino para mí, déjame, deja que mi cuerpo reposé en el lugar que el destino le ha escogido.
— ¡Pero si estas viva, aquí, conmigo! Dime, ¿cómo es que tus ojos vieron luz  de nuevo?, dime si tu voz es una alucinación demoníaca que se reproduce para abatirme, no me niegues la dicha, no me arrebates el alma, no me dejes solo, nunca  más.
Como sin fuerzas, y queriendo languidecer, Marieta replicó:
 —Regresé  de las tinieblas para decirte que te adoro, para decirte que no hay culpa que debas expiar; siempre serás mi gran amor, y piensa cariño mío, que este cuerpo no se conservara más que por unos días, piensa que me convertiré en un esqueleto,  porque mi carne desaparecerá como el vino del cáliz, porque estoy muerta. Mis cuencas estarán vacías, no podrás amarme cuando  sea un fétido cadáver, ¡sé que no podrás! — Expuso apretando con sus afables manos mi pecho.
— ¡Te amaré,  seas lo que seas!, solo ven conmigo, a nuestro jardín, escapemos de esta tortura y no renunciemos a batallar; descansa mi amor, yo te llevaré a tu hogar.
 Marieta cerró los ojos y dejó caer el peso de su cabeza sobre la nada, nos refugiamos en la vieja cabaña y de nuevo caí víctima de un pesado letargo.
*****
 En la mañana desperté agitado, creyendo que todo lo que había sucedido era fruto de mi imaginación, hasta que vi a Marieta  a mi lado, respirando como si perteneciera al mundo de los vivos. La luz del día hacia que aparecieran unas manchas sobre su rostro, así que me ocupé en cubrir cada ventana con pesadas cortinas.  Esa noche despertó del extendido sueño, se puso de pie, y examinó todo lo que había a su alrededor, toda esa ruina en la que yo vivía entonces. Me preguntó qué había sucedido, yo no quise contestar esa pregunta. Reflexionó silenciosamente un par de minutos, se asomó por la ventana y sonrió al ver su adorado jardín. Caminó descalza por sobre el húmedo herbaje, se acercó a las flores y abordó la tarea de mimarlas como acostumbraba cuando estaba viva.
Marieta parecía fatigarse con facilidad, su piel día tras día era más pálida, más muerta; Reconocí en su momento lo egoísta que me mostraba, la pobre mujer estaba combatiendo ferozmente por no dejarme solo, yo no pensé jamás en consecuencia alguna, solo vivía para disfrutar cada instante junto a ella.
Y así  pasaron unos días, ¿Cuántos? , no lo sé, pero fueron los más cortos  y dulces de mi existencia;  yo era feliz de nuevo, pero una noche, Marieta se levantó horrorizada; la carne de sus manos la había abandonado, igual que gran parte de su rostro, igual que gran parte de su pecho, lloraba desconsolada, no podía hacer más que gritar y maldecir.  
Yo traté de consolarla, pero con la timidez de una fiera que ha perdido las garras, expuso a mis ojos  su rostro maltratado y corroído.
— ¡Mírame, mírame bien! ¡No es esto lo que quieres, no es esta la mujer que amas, debo irme, déjame ir por piedad, no sufras más para que yo pueda ser feliz!
— ¡No ahora, no puedes dejarme ahora!
Me arrodillé convertido en suplicas, no me importaba que tan diferente aparentara ser su belleza, era la más hermosa para mí.  Tal vez pensó en aceptar mi petición,  pero en su aflicción, vi la impotencia que le representaba seguir luchando  contra el tiempo, era una carrera que seguramente jamás ganaría.
Era el momento de dejar de pensar en mí.  Jamás le vi llorar como esa noche, como esa última noche.
Cruzamos la mirada invadidos por el tajante hielo de la  nostalgia, y luego nos besamos de manera tierna; fue difícil decir adiós, y aún más difícil dejar de abrazarnos; la llevé de la mano hasta su jardín, ella quería descansar allí, ese fue su último deseo.  
Preparé una fosa cerca de sus flores favoritas,   ¡que tarea más difícil!, luego llevé la caja que con tanto celo le había construido y nos preparamos para la  desagradable ceremonia.
 Y otra vez fuimos silencio, podíamos vernos a través de un torrente de lágrimas; se recostó en el humilde ataúd, soltó mi mano y suspiró con intensidad. Su respiración entrecortada se fue extinguiendo de a poco, sus ojos se cerraron, de nuevo era un cadáver.   Cerré la tapa que la apartaría eternamente de la luz de los vivos, cubrí el cajón con tierra hasta que desapareció de mi vista, me senté junto a las avivadas flores, mirando perdido hacia el firmamento, sin dejar de pensar un solo instante en aquellos días.
 Me quedé dormido sobre la tierra húmeda, el rayo del sol me despertó muy temprano, ese ya descrito aire de nostalgia vivía en mi cuerpo y aun sentía en mi boca los cálidos labios de mi gran amor.  Sobre la tierra que cubría la fosa había una rosa negra, la flor más bella que mis ojos jamás vieron,  el símbolo de nuestro amor, la muestra viviente de que la muerte no es el final del camino.
Ha pasado mucho tiempo, y esa rosa aún permanece en el jardín.
 Espero ansioso el día de mi muerte, porque me quiero reunir con ella, porque sé que en algún lugar me está esperando. 
Esta pues, es mi historia, y te puedo decir humildemente que no escucharas jamás una igual, porque no ha existido, ni existirá, un amor como el nuestro.



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