Esa mañana el viejo *** tomó un abrigo del ropero y se
preparó para salir de su modesta casa. Era el enterrador de la comarca, ese
había sido su oficio desde que era un joven vivaracho y buen mozo.
Ahora, se le veía curtido en todos los sentidos, arrugado como un
pergamino, así, amarillo y trozado por el paso de los días. En sus manos
-pesadas cual mazo de herrero- vivían impresas decenas de cicatrices adquiridas
en el cruel oficio; era ya una costumbre que caminara a medio paso y con
la espalda encorvada, jadeante por la fatiga que produce la vida misma,
agobiado, igual que una mártir.
El Cielo se mostraba inclemente dejando caer sobre el camposanto
un feroz aguacero que rugía en truenos y parpadeaba en
aparatosas líneas de luz purpúrea; El viejo alzó la cabeza apuntando hacia el
gris absoluto que envolvía el firmamento, mientras ajustaba el ultimo botón de
su casaca; empuñó el bolso de herramientas que cada tarde dejaba colgado cerca
de la puerta principal, y avanzó como por inercia hasta una de las
secciones donde se alzaban hileras de osarios desgastados.
Mientras la lluvia rebotaba en su espalda, trataba de retirar la losa
de una de las tumbas; había recibido la orden de exhumar el cadáver que
reposaba allí desde hacía casi un siglo, luego, limpiar y preparar el nicho
para un próximo huésped.
La tarea no le tomó mucho tiempo, sólo el necesario para arrastrar
el deteriorado féretro hasta el exterior. La tapa estaba medio destrozada,
astillada, igual que la cabecera; para sorpresa suya, la opaca luz del día le
dejó ver que dentro de él no había cuerpo alguno. Se mostró asombrado, más que
eso, desconcertado; permaneció inmóvil, meditando frente a las
ruinas que se extendían en el suelo. La lluvia cesó, tiró el pesado
abrigo, y con gran esfuerzo logró llevar su cabeza hasta el interior del
nicho. El recinto se envolvía en tinieblas, estiró el brazo hasta donde
sus articulaciones le permitían y al no encontrar más que unos pétalos secos,
se retiró de momento. Trajo una pequeña carreta del improvisado almacén que se
situaba cerca de su casa, y puso lo que quedaba del ataúd allí. Lo llevó a las
afueras del cementerio, y se deshizo de él, arrumándolo en una pila de
escombros y flores marchitas, que una vez ataviaron las losas de los difuntos.
De regreso a su labor de limpieza en el frío hueco, fue sorprendido de nuevo
por las gotas que empezaban a caer desde el agitado cielo, por lo que decidió
ir a su casa, buscando una taza de café caliente y el abrigo de su destartalada
cama.
En la noche no pudo conciliar el sueño, y a pesar de que vivía
entre muertos, e historias de fantasmas a las que jamás había temido, rondaba
por su cabeza el que no hubiese encontrado un cadáver dentro del ataúd.
¿Qué había pasado con él? Se preguntaba una y otra vez. ¿Podía un cuerpo
enterrado desde hacía casi cien años desaparecer en el estrecho hueco, sin
dejar rastro de siquiera un cabello? ¿Acaso alguien había profanado el cuerpo?
Eso no era posible, la losa jamás mostró indicios de haber sido violada.
Se levantó suspirando, y corrió la cortina que protegía sus ojos
del tétrico paisaje cada noche; quiso buscar entre la espesa niebla la
primera fila de tumbas, pues allí, ligada al suelo, yacía la inerte fosa,
desnuda, impregnada de una negrura insondable. Se acercó después a la
puerta, y se mostró dubitativo ante la idea de salir en busca de una respuesta
a sus vagas cuestiones. Tal vez sintió miedo -si es que un hombre a esa edad puede
sentirlo- y apartó su vista del enorme
muro, se internó bajo la colcha, y fijó su mirada en el techumbre , en
esa nada que poco a poco se desvanecía con la misma idea, esa dé por que
el vetusto ataúd se hallaba sin dueño.
Un ligero halo de luz atravesó el marco de la ventana,
deteniéndose justo en su cara. Se sentó en la cama como queriendo
abrigarse de nuevo con las cálidas sábanas; el haberse desvelado le afectó
bastante, se le veía débil, tosía como un perro, unas profundas ojeras
hacían más penosa su apariencia, aun así, debía cumplir con sus
labores, en muchos años no se había tomado un respiro, y esta parecía no
ser la excepción. El Regente le pidió tener el trabajo listo con
prontitud, la tumba sería ocupada por un joven que había
fallecido dos días atrás, allí debía estar su cuerpo la mañana siguiente, a primera
hora del día. Se fue cabizbajo al almacén y luego hacia el sombrío paraje
donde se encontraba la hilera de tumbas, se arrodilló ante el desnudo nicho
para sentirse más cómodo, y se dispuso a limpiar las telarañas y el
millar de partículas de polvo que cubrían las paredes. Minutos después,
mientras sacudía la parte superior del foso, descubrió una grieta de
considerable tamaño, situada justo en la parte que el ataúd estaba roto, justo
en la cabecera. La visibilidad en el lugar era casi nula, a pesar de ello,
el viejo pudo notar que la ruptura que había en el concreto, era lo
suficientemente amplia, como para que cupiera un hombre allí. Una expresión de
indecible angustia se apoderó de su rostro, salió del nicho turbado, hecho un
mar de cuestiones. Quiso enterar al Regente de la situación, pero sabiendo que
era un tipo parco -bastante antipático podía decirse- detuvo la marcha, y habiendo ultimado su labor
se retiró consternado.
Esa noche también se desveló. ¿Por qué había una grieta de tal
tamaño en la cabecera de la tumba? No quiso preguntarse nada más. Se reconocía
a sí mismo como un hombre terco, decidido, entonces, con
impresionante arrojo, y valiéndose de un cortaplumas y una pequeña
linterna, abandonó su cálido refugio y se encaminó hacia la tenebrosidad del
lugar, desfilando entre las tumbas, pareciendo levitar en las densas capas de
niebla.
Otra vez estaba frente a la desnuda tumba, la misma
que aun esperaba indolente a su próximo huésped, ahora, a merced de la
luna llena, y de esa manta nocturna que parecía no tener voz, que era ajena a
todos sus deseos.
Se internó dentro del nicho, y con feroz convicción, fue
adentrándose en la grieta; primero, introdujo la cabeza y el brazo derecho -el
mismo con que sostenía la iluminada compañera- quiso advertir que había en la estrechez, y
descubrió la existencia de un túnel. Dejó caer la linterna para determinar
su profundidad; la luz quedó
apuntando hacia el frente, dejándole ver que el conducto se extendía más
allá de todo. Al ver que la distancia entre la grieta y el suelo del túnel no
era mayor a la de un hombre espigado con los brazos extendidos, se decidió a explorar,
a invadir la galería que misteriosamente se hallaba bajo el concreto. Salió del
nicho y con más voluntad que fuerza, se acomodó para entrar ahora en mejor
posición. Introdujo primero las piernas, e impulsándose lánguidamente, logró
llegar hasta la grieta, se dejó caer, quedando en buena posición para continuar
la terrorífica expedición. Con los ojos bien abiertos, tomó la linterna y
se puso en la tarea de inspeccionar el lugar. No había más que cúmulos
pedregosos alrededor, las paredes estaban tupidas de pequeñas
protuberancias formadas por la tierra solidificada. Se movió por el conducto
con cautela, llevando la anémica luz de lado a lado; no tenía afán alguno, por
lo que caminaba con prudencia. A la par de su avance, el lugar se
hacía más angosto, tanto, que hubo un punto en que debió
arrodillarse y gatear para poder continuar.
Se le dificultaba respirar, la estrechez de la gruta empezaba a
infundir temor en su ser, las rígidas paredes estaban ensañadas en torturar sus
huesos, querían aplastarle, pues se cerraban ante la triste luz de su linterna.
Por mucho tiempo se mantuvo sereno, a pesar de la fatiga que le producía
avanzar en tan incómoda posición, y de pronto, irrumpiendo macabramente
llegaron a sus oídos unos agónicos lamentos que repicaban a la distancia.
Se detuvo por un instante y dejó de
jadear; se plantó estremecido con la intención de escuchar atentamente, pero, esta vez, solo pudo percibir los latidos desenfrenados
de su corazón. Pensó en retroceder y alejarse de todo el espanto que
amedrentaba sus sentidos, pero, sorprendéntemente una chispa de lucidez
floreció es su espíritu, manteniéndole sobrio y dispuesto a seguir avanzando. Ahora habían más cuestiones naufragando en su
conciencia: ¿A dónde le conduciría aquella gruta subterránea? ¿Qué fue aquello
que con certeza sus tímpanos percibieron? ¿Acaso, los penosos gemidos, fueron
una fantasía auditiva concebida por el agotamiento, por el
mismo frenesí que produce dirigirse hacia lo desconocido? ¿Acaso, fruto del
delirio y la turbación? ¿De una
ensoñación involuntaria? ¡Prosiguió convencido de obtener una respuesta!
Estuvo gateando por un largo rato, pero el túnel parecía no tener
un final. ¿Qué había en la cabeza del viejo para no querer detenerse? La luz de
la linterna empezó a temblar, como queriendo abandonarlo; ahora sentía mucha
sed, sus rodillas estaban a punto de rendirse, maltratadas, bastante aporreadas
por lo hostil del terreno.
Su mano tropezó con algo
que a primera vista no pudo reconocer, apuntó con la linterna, y examinó
detalladamente un cráneo que se hallaba envuelto en una secreción viscosa. No
le prestó atención al repugnante detalle, no era la primera calaca que veían
sus ojos, no vio en ello una razón para exaltarse sobremanera, aun así, pasaba
saliva, y por momentos se detenía, víctima de un fugaz delirio de persecución.
El desgaste era notable en el viejo, respiraba ahora con más
dificultad, sus piernas temblaban como dos ciudades en ruinas, tenía la
garganta seca, los labios macilentos y quebrados. De nuevo los lamentos
llegaron a sus oídos, esta vez, con más fuerza, como una sinfonía horrorosa interpretada
por algún demonio. El lúgubre silencio que ocupaba todo alrededor, se vio
interrumpido por un retumbo similar al que produce una cadena de hierro
cuando es halada. El viejo permaneció inmóvil, con los ojos desorbitados, con
la luz apuntando al frente, ansioso.
Ante su horror, y mostrándose lentamente a la emisión casi
extinta de la linterna, vio una horrenda criatura arrastrándose en dirección
opuesta a la suya, una monstruosidad de piel seca y cabellos desordenados,
de profundas cuencas y biliosa dentadura. El pobre Parroquiano, dejó un
alarido de espanto plasmado en la gruta, supo al fin que era la desesperación,
no podía estar en una situación más terrible.
Como no contaba con el espacio suficiente para darse la vuelta,
tuvo que gatear hacia atrás, retroceder mientras el horrendo individuo
serpenteaba pesadamente. Los brazos cadavéricos del ente estaban a
punto de agarrar al viejo, que no podía hacer más que mirar con espanto, como
el monstruo batía su cuerpo y se lamentaba cual hereje condenado, babeando cada
vez que intentaba accionar la mandíbula. A pesar de lo terrorífico, el viejo mantuvo
sus sentidos afilados, el eco acompasado de la cadena desapareció, y antes de
que la luz de la linterna se extinguiera, vio como la criatura se detuvo, llevando con
dolor las extremidades al frente, gimoteando ahora con furia, angustiado en su
fealdad. El viejo sabía que en el momento menos pensado podía languidecer;
estuvo retrocediendo por más de una hora, a merced de las tinieblas, de la
lobreguez absoluta, del miedo que todo hombre, por viejo que sea, algún día debe sentir. Temía que la
famélica criatura apareciera de nuevo ante sus ojos, esta vez, libre
de las cadenas que le contenían, por eso jamás frenó, por esa razón no perdió el
sentido dentro de la gruta.
Por fin sintió una fría pared que le indicaba el punto donde
había iniciado su expedición. Allí pudo ponerse de pie, y librar su espalda de
tan penoso castigo. Hizo mil intentos de escalar por las paredes, hasta que
consiguió aferrar sus adoloridas manos al borde de la grieta. Con los ojos
empañados contempló el rayo solar
que había penetrado en el nicho, y al fin, logró sacar su endeble
cuerpo de la pavorosa abertura. Emocionado, se percató de una voz que reconoció
familiar, la del padre de la comarca, que se preparaba en soledad para iniciar
la ceremonia de defunción del joven que ocuparía la tumba. Cuando el viejo emergió
del hueco, el sacerdote cayó en brazos del desmayó, sorprendido por ver al
hombre que se mostró ante él, arrastrándose y profesando aterradores
gritos, confundiéndole tal vez, con un ser de otro mundo. El viejo
rompió en llanto al ver la luz del nuevo día rescatándole de las
tinieblas, inhaló el viento fresco de la mañana intensamente, y perdió el conocimiento de inmediato. Horas
más tarde, el joven alcanzó la cristiana sepultura, la losa fue puesta en su
sitio, dejando de nuevo la tumba sellada. Cuando el viejo despertó, no quiso
hablar con nadie, sacó los pocos lustres que le pertenecían de la humilde casa,
y se internó en un asilo donde
vivió sus últimos días. Alejado de la noche, de las flores marchitas, las historias de ultratumba y de tantos otros
recuerdos, preguntándose para siempre, ¿Qué fue aquello?