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Para romper la rutina, y terminar la jornada como es debido —o al menos
eso era lo que pensábamos—, solíamos mi amigo William y yo, frecuentar las mancebías más selectas de
la ciudad una o dos veces en la semana,
queriendo alejarnos de las formalidades y los compromisos.
Ávidos de gozo y de placer, desparramábamos nuestra carne en
los finísimos sillones del periodo rococó, tapizados en exquisitas telas decoradas al estilo cartouche y bordadas con delicados
filetes dorados. Botella en mano, y siempre sonrientes, en nuestro regazo había siempre algunas señoritas dedicadas a la
tarea de darnos su afecto, rebosantes de felicidad al ver como nuestro dinero se quedaba en sus arcas.
Yo era profesor de lenguas en un bien nombrado colegio a las afueras de la ciudad, contaba con 25
años y me había hecho víctima de los
vicios que a la juventud más
atraen. Mi amigo, un año mayor, ejercía las leyes, y era un astuto bribón de
cuello blanco con un don especial para manipular a las mujeres. Vivió cientos
de acalorados romances que le trajeron riñas, enfermedades, y amenazas de
muerte, pero jamás le vi acongojado a
consecuencia de una ruptura amorosa. Por mi parte, experimenté pocas aventuras,
no tuve mucha suerte con las mujeres, el miedo al fracaso y la vergüenza pública
terminaban ganándome la partida; solía mostrarme recio, hasta que alguna lograba romper la barrera, pero, a pesar de las prevenciones, y para colmo de
males, o para dar razón a mis temores, el día en que decidí entregarme abiertamente
al amor, fui traicionado, y avergonzado.
William jugó un papel trascendental en un momento tan
confuso de mi vida, me encontraba perdido en los ojos de una mujer que me había
engañado y había defraudado mi cariño, y
él, interesado en mi bienestar, y en que
recuperara la dicha perdida, me invitó a conocer un mundo de placeres
infinitos, del que era parte hacía mucho
tiempo. No quiero aburrirte con parlamentos morales, mucho menos con historias
juveniles de amores perdidos, así que trataré de ser puntual, proseguiré.
Fue entonces cuando comencé a frecuentar los prostíbulos, las casas de juego y las
tertulias en casa de gentes poco conservadoras.
Los compromisos y sentimentalismos que tanto han inspirado al hombre, se desvanecieron en mi nueva forma
de ver la vida, y solo era válida, la experiencia adquirida, y el placer,
costoso, pero bien recompensado.
Comenzamos a visitar en el mes de noviembre de cierto año, un cabaret
que había abierto sus puertas al público unos días antes. Era un lugar bastante elegante, en el que
cualquier cliente hubiese podido llevar a su esposa a tomar una copa de coñac,
sin levantar sospecha de sus “vulgares” andanzas.
Fuimos bien recibidos por Madame
Devany, y por la mayoría de las señoritas,
que en cada visita, se hacían más cariñosas, y nos daban su absoluta
confianza, y nos amaban también, sin
condiciones, y sin restricciones.
Nuestras “huidas” eran cada vez
más habituales, el buen servicio, la buena compañía, y el muy buen escoses
nos entusiasmaban tanto, que recuerdo haber pasado alguna vez 7
noches seguidas allí, extraviados del camino del buen comportamiento.
Por esos días había fijado toda mi atención en una dulce criatura que casi siempre
permanecía sobria y alejada de las mesas más solicitadas; no merecí en todo el
tiempo que estuve tratando de llamar su atención una sola mirada por parte de
sus ojos de gata, y su esencia me
intimidaba de tal manera, que
ni siquiera me atrevía a acercarme y
ofrecerle un trago.
William se percató del asunto, y de todo el interés que demandaba en
mí la belleza de aquella, se me hizo a
un lado mientras clavaba sus ojos saltones en su efigie, me tomó del hombro y
mientras me pasaba una copa de gin, preguntó por qué no me había atrevido aún a
cortejar la dama de mis pretensiones.
Le confesé que llevaba días contemplándola y que aunque tenía
suficiente dinero para acceder a sus servicios y comprar su amor, no sacaba
fuerzas para romper el hielo y hacerla la mujer de mis deseos inmorales. Quizá no existía una atracción
física, por eso no valía la pena hacerle una oferta, o tal vez conocía mi
presente y el de mi amigo, y estaba convencida de que era un fanfarrón, por eso
no razonaba en si yo gustaba o no
de sus atributos… quizás ni siquiera
había notado mi existencia, y ni se habría enterado de mis frecuentes visitas,
o lo más seguro es que… perdóname, vuelvo a divagar, en éste momento eso no
tiene importancia, lo que vino después fue tan traumático, que su solo nombre
es algo aborrecible hoy en mi presente.
¿Has oído hablar sobre la co…? Mejor deja que narre lo que sucedió esa
noche, y no te apresures a conocer solo el final de esta historia.
**
Will me dio un golpecito y sonrió de manera muy picara, vació su
copa de un apasionado trago, y se
encaminó en dirección a la señorita. No pude evitar sonrojarme, fue como si un
volcán hiciera erupción en mis mejillas, no era correcto que mi amigo pusiera
la cara por mí en una situación relacionada con la fogosidad, no era lo
adecuado, pero así sucedió. No tengo conocimiento de lo que le dijo en ese
corto cruce de palabras, pero resultó tan efectivo, que la bella dama me miró
por vez primera, soltando en sus labios una perversa risotada.
El buen William volvió ante mí con aire de victoria, y antes de
retirarse a su mesa me dijo a medio susurrar:
“Prepárate muchacho, vas a tener que apagar un feroz incendio”
Antes de que pudiera reaccionar, ella se me acercó y ofreciéndome un
trago se presentó, con la voz más dulce
y amable que un mortal haya escuchado, haciendo que mí carne se estremeciera y
que de nuevo mis mejillas se encendieran.
Ante mi presencia, su voluptuosidad se hizo más notoria, era dueña de
los más irresistibles encantos, sus atributos eran magia hecha carne, además,
al tenerla tan cerca, me fue imposible no fijarme en sus labios, finos y muy
rojos, unos labios lascivos, pero
evidentemente afectados por unas pequeñas y desagradables llagas, una especie
de ulceras recubiertas en una delgada y
transparente capa de piel, como aquellas que aparecen luego de haber sufrido
los males de la calentura.
No queriendo ser descortés, la
invité a sentarse conmigo en la mesa que ya tenía reservada, ella, amablemente
aceptó mi ofrecimiento, y acompañados de un par de candelabros, bebimos una
botella de Dom Perignon, para saciar la
sed en una charla que se hizo amena y
muy fluida.
Las copas iban y venían, igual
que las miradas y las carcajadas, a pesar de que ambos éramos algo tímidos,
hubo una buena conexión, y al parecer, una extraña atracción física. Yo, en más
de una ocasión, me centré en lo
irregular de sus labios, me causaba algo de escozor verlos tan lastimados, y
aunque ella lo había notado, fue amable, y tan solo volteaba el rostro o
agachaba la mirada, y hasta más de una vez, respondió con caricias a mi
irresponsable imprudencia. Imagino que a tu edad has vivido “algunas
cosas”, por eso no traeré a colación los
temas que fueron discutidos en la mesa. Iré un poco más allá.
Las horas paseaban con prisa, el licor hacía su parte y el deseo se
mostraba irrefrenable, la señorita buscaba mi boca desesperadamente, pero yo
trataba de disimular mis nulos deseos de besarle—no era asco, ella en verdad me
atraía— así que le propuse ir a uno de los cuartos y acabar la tarea que hacía
rato habíamos empezado. Ella aceptó entre carcajadas, se soltó el cabello y me
tomó de la mano para ir juntos en busca del añorado fruto.
Cuando nos levantamos de la mesa, busqué en los alrededores a William,
pero me fue imposible ubicarlo en tremenda algarabía que se vivía en el salón
principal.
***
Estando en la intimidad del cuarto, mi deseo por su carne se hizo
incontenible, y antes de que ella tomara la iniciativa, me abalance como una
bestia sobre su cuerpo; poco me importaba ahora
la situación de sus labios, el licor me había dado la fuerza suficiente
para olvidar un poco, así que me lancé con arrojo hacia el convulsionante mar
de su boca y la besé de tal manera, que algunas de las llagas se reventaron,
haciendo mezclar en mi saliva aquel liquido amarillento que
emanaba de ellas.
Sus curvas y sus proporciones eran todo lo que necesitaba para ser
feliz, la perfección de sus formas, el balanceo de su carne sobre la mía, y esa
manera de mirarme mientras me vendía su amor, me llevaron al éxtasis, a un
profundo e inagotable delirio. ¿Sabes qué es el delirio?
El delirio al que hago referencia, el delirio carnal, el delirio de
los delirios, poco a poco se fue convirtiendo en la peor de las pesadillas, en
la más infame experiencia vivida y aún hoy, después de tanto tiempo, sigo
orando por el alma de aquella desventurada que perdió la vida de una manera tan
inexplicable como horrible. No te burles si paso saliva, o tartamudeo, esto fue
lo que sucedió después.
Como he dicho, disfrutábamos del momento íntimo de forma muy
apasionada, ella se había apoderado del
control, y hacía con mi cuerpo lo que se
le venía en gana. De repente, sentí como la temperatura de su cuerpo se
elevaba, su piel sudaba a cantaros, y las risas y gemidos cambiaron por un
enfermizo semblante y un estrepitoso jadeo entrecortado.
Hice que se recostara y le pregunté que le pasaba, como se sentía, el
porqué de su malestar, y mientras le
servía un vaso de agua helada, me contó que desde hacía días estaba sufriendo un constante cambio de
temperatura corporal que no sabía a qué atribuir, quiso tranquilizarme diciendo
que no había por qué preocuparse, que el médico de Madame Devany vendría la
semana próxima y seguramente daría respuesta
a aquel extraño padecimiento, y, suspirando hondamente, después de refrescarse con el líquido vital y sacudir la cabeza de un lado a otro, se fue
de nuevo ante mí, haciéndome suyo por segunda vez.
Las cosas venían bastante bien,
y la señorita —cuyo nombre no diré, y que Dios se apiade de su alma—, me regaló
algunos minutos de confort y placer, que yo no quería quebrantar, hasta que puse mis ojos nuevamente en sus
labios, y vi como las llagas ahora eran más pronunciadas y dejaban brotar de
si, una mezcla de agua y sangre que corrían
en forma de hilo por su barbilla, llegando hasta su pecho. Me distraje y
no pude hacer más que mirar reiteradamente sus labios, aterrado, y con náuseas.
Ella parecía no querer
detenerse, estaba encima de mí y se movía como una condenada, de nuevo sentí como su piel me quemaba, y el
sudor que resbalaba por su blanca piel ardía cual agua hirviendo. Por fin se
percató de lo que estaba sucediendo, y horrorizada, detuvo el movimiento. Yo no pude hacer más que observar el terror de su rostro, sin proferir
un sola silaba, sin siquiera poder mover un dedo para quitármela de encima. Se
retorcía monstruosamente y vociferaba de dolor,
el calor de su cuerpo se comparaba al de un fogón en brasas, se llevó
las manos a su boca, y un espectral alarido retumbó en el cuarto; ¡oh terror de los terrores! su cabello negro
se incendió de repente con una pequeña llama que se inició en su cabeza y se
dio a consumirla de arriba abajo, ferozmente,
como un cirio que es arrojado a la hoguera, y se disuelve en las llamas; su carne desapareció entre
quejidos sin que yo pudiera socorrerla, rápidamente su rostro y su tronco se
convirtieron en una masa negra y mal oliente que se desintegraba sobre mí, pero ni las
sabanas, ni yo mismo, y nada que hubiese al rededor sufrimos un solo rasguño, una mínima
quemadura.
La otra parte de su cuerpo aún estaba encima de mis piernas, y se
sacudía angustiosamente, se sacudía como un coro de gusanos queriendo escapar de mi desnudez. Espantado
por tan macabro episodio, logré arrojarla de la cama y salté a arrinconarme
junto al closet, mientras las extremidades de la infortunada iban y venían
tropezando torpemente contra los muebles,
como buscando el resto de su cuerpo, desesperadamente.
Yo parecía una rata acorralada, los apesadumbrados gritos que
desgarraron mi garganta fueron tan terribles, que William apareció en mi
auxilio junto a Madame y algunos hombres y mujeres que no creían lo que sucedía
en aquella habitación; el medio cuerpo aún daba pasos atormentados ante los
sorprendidos ojos de los espectadores que buscaban despavoridos huir de allí, y
al fin se detuvo, al tropezar con Madame Devany, que cayó desmayada casi de
inmediato, y quien según el médico que la revisó horas más tarde, estuvo a
punto de tragarse su propia lengua.
Cuando los forenses fueron a iniciar la investigación, encontraron el
cuarto lleno de hollín, una capa de humo
flotando pesadamente y los despojos del cuerpo tirados junto a la
puerta.
Hice las declaraciones pertinentes y narré la historia tal como te la cuento hoy, William actuó en mi defensa, y logró que no se requiriera mi presencia mas que por unos dìas en la oficina del comisario. El burdel cerró sus puertas desde el fatídico episodio, y de Madame Devany no supimos nada más. Aunque hubo algunos testigos esa noche, de lo que pasó se habló muy poco, la concurrencia se limitó a guardar silencio y a olvidar lo acaecido, yo traté de hacer lo mismo, en realidad aún sigo tratando.
Hice las declaraciones pertinentes y narré la historia tal como te la cuento hoy, William actuó en mi defensa, y logró que no se requiriera mi presencia mas que por unos dìas en la oficina del comisario. El burdel cerró sus puertas desde el fatídico episodio, y de Madame Devany no supimos nada más. Aunque hubo algunos testigos esa noche, de lo que pasó se habló muy poco, la concurrencia se limitó a guardar silencio y a olvidar lo acaecido, yo traté de hacer lo mismo, en realidad aún sigo tratando.
William estuvo investigando varios dìas por
su cuenta, basandose en los detalles de mi desesperada narración, y
compartiendo información con algunos de sus contactos— quienes extrañamente se tomaban muy en serio aquellos eventos
alejados de lo racional—, llegó a la
conclusión de que se trataba un caso de Combustión
espontanea, poco usual, y de carente fiabilidad en el perímetro judicial y
científico.
Cuando William se acercó a la jurisdicción para exponer su hipotesis, fue totalmente ridiculizado,amenazado y hasta se le prohibió volver a hacer
mención del absurdo. Eso no le impidió que se adentrara en las profundidades de lo que parece insondable, lo que
viví, y lo que él mismo vió le perturbó tanto, que se prometió no morir sin
tener antes una respuesta lógica y tangible del asunto, así es Will.
Tengo entendido que la desventurada
señorita no tenía pariente alguno, eso fue lo que se nos informó, y que sus
restos fueron enterrados en una fosa común. El tiempo me ha ayudado a olvidar
un poco, pero a veces en las noches sueño con aquella dama vendiéndome su amor,
y luego, quemándose viva sobre mi cuerpo.