viernes, 7 de septiembre de 2012

¿Qué fue Aquello?


Esa mañana el viejo  ***  tomó un abrigo del ropero y se preparó para salir de su modesta casa. Era el enterrador de la comarca, ese había sido su oficio desde que era un joven vivaracho y buen mozo.  Ahora,  se le veía curtido en todos los sentidos,  arrugado como un pergamino, así, amarillo y trozado por el paso de los días.  En sus manos -pesadas cual mazo de herrero- vivían impresas decenas de cicatrices adquiridas en el cruel oficio; era ya una costumbre que caminara a medio paso  y con la espalda encorvada, jadeante por la fatiga que produce la vida misma, agobiado, igual que una mártir.
El Cielo se mostraba inclemente dejando caer sobre el camposanto un feroz aguacero que rugía en  truenos  y  parpadeaba en aparatosas líneas de luz purpúrea; El viejo alzó la cabeza apuntando hacia el gris absoluto que envolvía el firmamento, mientras ajustaba el ultimo botón de su casaca; empuñó el bolso de herramientas que cada tarde dejaba colgado cerca de la puerta principal, y avanzó como por inercia hasta una de las secciones  donde se alzaban  hileras de osarios desgastados.
Mientras la lluvia rebotaba en su espalda, trataba de retirar la losa de una de las tumbas;  había recibido la orden de exhumar el cadáver que reposaba allí desde hacía casi un siglo, luego, limpiar y preparar el nicho para un próximo huésped.
La tarea no le tomó mucho tiempo, sólo el necesario para arrastrar el deteriorado féretro hasta el exterior. La tapa estaba medio destrozada, astillada, igual que la cabecera; para sorpresa suya, la opaca luz del día le dejó ver que dentro de él no había cuerpo alguno. Se mostró asombrado, más que eso, desconcertado;  permaneció  inmóvil, meditando frente a las ruinas que se extendían en el suelo.  La lluvia cesó, tiró el pesado abrigo, y con gran esfuerzo logró  llevar su cabeza hasta el interior del nicho. El recinto se envolvía en  tinieblas, estiró el brazo hasta donde sus articulaciones le permitían y al  no encontrar más que unos pétalos secos, se retiró de momento. Trajo una pequeña carreta del improvisado almacén que se situaba cerca de su casa, y puso lo que quedaba del ataúd allí. Lo llevó a las afueras del cementerio, y se deshizo de él, arrumándolo en una pila de escombros y flores marchitas, que una vez ataviaron las losas de los difuntos. De regreso a su labor de limpieza en el frío hueco, fue sorprendido de nuevo por las gotas que empezaban a caer desde el agitado cielo, por lo que decidió ir a su casa, buscando una taza de café caliente y el abrigo de su destartalada cama.
En la noche no pudo conciliar el sueño, y a pesar de que vivía entre muertos, e historias de fantasmas a las que jamás había temido, rondaba por su cabeza el que no hubiese encontrado un cadáver dentro del ataúd.  ¿Qué había pasado con él? Se preguntaba una y otra vez. ¿Podía un cuerpo enterrado desde hacía casi cien años desaparecer en el estrecho hueco, sin dejar rastro de siquiera un cabello? ¿Acaso alguien había profanado el cuerpo?  Eso no era posible, la losa jamás mostró indicios de haber sido violada. Se levantó suspirando, y corrió la cortina que protegía  sus ojos del  tétrico paisaje cada noche; quiso buscar entre la espesa niebla la primera fila de tumbas, pues allí, ligada al suelo, yacía la inerte fosa, desnuda, impregnada de una negrura  insondable. Se acercó después a la puerta, y se mostró dubitativo ante la idea de salir en busca de una respuesta a sus vagas cuestiones. Tal vez sintió miedo  -si es que un hombre a esa edad puede sentirlo-  y apartó su vista del enorme muro, se internó bajo la colcha, y fijó su mirada en el techumbre , en  esa nada que poco a poco se desvanecía con la misma idea, esa dé por que el vetusto ataúd se hallaba  sin dueño.
Un ligero halo de luz atravesó  el marco de la ventana, deteniéndose  justo en su cara. Se sentó en la cama como queriendo abrigarse de nuevo con las cálidas sábanas; el haberse desvelado le afectó bastante, se le veía débil, tosía como un perro, unas  profundas ojeras hacían  más penosa su apariencia, aun así, debía cumplir con sus labores, en muchos años no se había tomado un respiro, y esta parecía no ser la excepción.  El Regente le pidió tener  el trabajo listo  con prontitud,  la tumba sería ocupada por un joven  que había fallecido dos días atrás, allí debía estar su cuerpo la mañana siguiente, a primera hora del día. Se fue cabizbajo al almacén y luego hacia  el sombrío paraje donde se encontraba la hilera de tumbas, se arrodilló ante el desnudo nicho para sentirse más cómodo, y se dispuso a limpiar las telarañas  y  el millar de partículas de polvo que cubrían las paredes. Minutos después, mientras sacudía la parte superior del foso, descubrió una grieta de considerable tamaño, situada justo en la parte que el ataúd estaba roto, justo en la cabecera. La visibilidad en el lugar era casi  nula, a pesar de ello, el viejo pudo notar que la ruptura que había en el concreto, era lo suficientemente amplia, como para que cupiera un hombre allí. Una expresión de indecible angustia se apoderó de su rostro, salió del nicho turbado, hecho un mar de cuestiones. Quiso enterar al Regente de la situación, pero sabiendo que era un tipo parco -bastante antipático podía decirse-  detuvo la marcha, y habiendo ultimado su labor se retiró consternado.
Esa noche también se desveló. ¿Por qué había una grieta de tal tamaño en la cabecera de la tumba? No quiso preguntarse nada más. Se reconocía a sí mismo como un hombre terco, decidido, entonces,  con  impresionante arrojo, y valiéndose de un cortaplumas y una  pequeña linterna, abandonó su cálido refugio y se encaminó hacia la tenebrosidad del lugar, desfilando entre las tumbas, pareciendo levitar en las densas capas de niebla.
 Otra vez estaba  frente a la desnuda tumba, la misma que aun esperaba indolente a su próximo huésped, ahora, a merced  de la luna llena, y de esa manta nocturna que parecía no tener voz, que era ajena a todos sus deseos.
Se internó dentro del nicho, y con feroz convicción, fue adentrándose en la grieta; primero, introdujo la cabeza y el brazo derecho -el mismo con que sostenía la iluminada compañera-  quiso advertir que había en  la estrechez, y descubrió la existencia de un túnel. Dejó caer la linterna para determinar su profundidad;  la luz quedó apuntando  hacia el frente, dejándole ver que el conducto se extendía más allá de todo. Al ver que la distancia entre la grieta y el suelo del túnel no era mayor a la de un hombre espigado con los brazos extendidos, se decidió a explorar, a invadir la galería que misteriosamente se hallaba bajo el concreto. Salió del nicho y con más voluntad  que fuerza,  se acomodó para  entrar ahora en mejor posición. Introdujo primero las piernas, e impulsándose lánguidamente, logró llegar hasta la grieta, se dejó caer, quedando en buena posición para continuar la terrorífica expedición.  Con los ojos bien abiertos, tomó la linterna y se puso en la tarea de inspeccionar el lugar. No había más que cúmulos pedregosos  alrededor, las paredes estaban tupidas de pequeñas protuberancias formadas por la tierra solidificada. Se movió por el conducto con cautela, llevando la anémica luz de lado a lado; no tenía afán alguno, por lo que caminaba con prudencia.  A la par de su avance, el lugar se hacía más angosto, tanto, que hubo un punto en que  debió  arrodillarse y gatear para poder continuar.

Se le dificultaba respirar, la estrechez de la gruta empezaba a infundir temor en su ser, las rígidas paredes estaban ensañadas en torturar sus huesos, querían aplastarle, pues se cerraban ante la triste luz de su linterna. Por mucho tiempo se mantuvo sereno, a pesar de la fatiga que le producía avanzar en tan incómoda posición, y de pronto, irrumpiendo macabramente llegaron  a sus oídos unos agónicos lamentos que repicaban a la distancia.  Se detuvo por un instante y dejó de jadear; se plantó estremecido con la intención de escuchar  atentamente, pero, esta vez,  solo pudo percibir los latidos desenfrenados de su corazón. Pensó en retroceder  y alejarse de todo el espanto que amedrentaba sus sentidos, pero, sorprendéntemente  una chispa de lucidez floreció es su espíritu, manteniéndole sobrio y dispuesto a seguir avanzando.   Ahora habían más cuestiones naufragando en su conciencia: ¿A dónde le conduciría aquella gruta subterránea? ¿Qué fue aquello que con certeza sus tímpanos percibieron? ¿Acaso, los penosos gemidos, fueron  una fantasía auditiva concebida por el agotamiento, por el mismo frenesí que produce dirigirse hacia lo desconocido? ¿Acaso, fruto del delirio y la  turbación? ¿De una ensoñación involuntaria?  ¡Prosiguió convencido de obtener una respuesta!
Estuvo gateando por un largo rato, pero el túnel parecía no tener un final. ¿Qué había en la cabeza del viejo para no querer detenerse? La luz de la linterna empezó a temblar, como queriendo abandonarlo; ahora sentía mucha sed, sus rodillas estaban a punto de rendirse, maltratadas, bastante aporreadas por lo hostil del terreno.
 Su mano tropezó con algo que a primera vista no pudo reconocer, apuntó con la linterna, y examinó detalladamente un cráneo que se hallaba envuelto en una secreción viscosa. No le prestó atención al repugnante detalle, no era la primera calaca que veían sus ojos, no vio en ello una razón para exaltarse sobremanera, aun así, pasaba saliva, y por momentos se detenía, víctima de un fugaz delirio de persecución.   
El desgaste era notable en el viejo, respiraba ahora con más dificultad, sus piernas temblaban como dos ciudades en ruinas, tenía la garganta seca, los labios macilentos y quebrados.  De nuevo los lamentos llegaron a sus oídos, esta vez, con más fuerza, como una sinfonía horrorosa interpretada por algún demonio. El lúgubre silencio que ocupaba todo  alrededor, se vio interrumpido por un  retumbo similar al que produce una cadena de hierro cuando es halada. El viejo permaneció inmóvil, con los ojos desorbitados, con la luz apuntando al frente, ansioso.
 Ante su horror, y mostrándose lentamente a la emisión casi extinta de la linterna, vio una horrenda criatura arrastrándose en dirección opuesta a la suya, una monstruosidad  de piel seca y cabellos desordenados, de profundas cuencas y biliosa dentadura. El pobre Parroquiano, dejó un  alarido de espanto plasmado en la gruta, supo al fin que era la desesperación, no podía estar en una situación más terrible.
Como no contaba con el espacio suficiente para darse la vuelta, tuvo que gatear hacia atrás, retroceder mientras el horrendo individuo  serpenteaba  pesadamente.  Los brazos cadavéricos del ente estaban a punto de agarrar al viejo, que no podía hacer más que mirar con espanto, como el monstruo batía su cuerpo y se lamentaba cual hereje condenado, babeando cada vez que intentaba accionar la mandíbula.  A pesar de lo terrorífico, el viejo mantuvo sus sentidos afilados, el eco acompasado de la cadena desapareció, y antes de que la luz de la linterna se extinguiera,  vio como la criatura se detuvo, llevando con dolor las extremidades al frente, gimoteando ahora con furia, angustiado en su fealdad.  El viejo sabía que en el momento menos pensado podía languidecer; estuvo retrocediendo por más de una hora, a merced de las tinieblas, de la lobreguez absoluta, del miedo que todo hombre, por viejo que sea,  algún día debe sentir. Temía que  la famélica criatura apareciera de nuevo ante sus ojos, esta vez,  libre de las cadenas que le contenían, por eso jamás frenó, por esa razón no perdió el sentido dentro de la gruta.
Por fin sintió  una fría pared que le indicaba el punto donde había iniciado su expedición. Allí pudo ponerse de pie, y librar su espalda de tan penoso castigo. Hizo mil intentos de escalar por las paredes, hasta que consiguió aferrar sus adoloridas manos al borde de la grieta. Con los ojos empañados  contempló el rayo solar que había penetrado en el nicho, y al fin, logró sacar su endeble cuerpo de la pavorosa abertura. Emocionado,  se percató de una voz que reconoció familiar, la del padre de la comarca, que se preparaba en soledad para iniciar la ceremonia de defunción del joven que ocuparía la tumba. Cuando el viejo emergió del hueco, el sacerdote cayó en brazos del desmayó, sorprendido por ver al hombre que se mostró ante él, arrastrándose y profesando aterradores gritos, confundiéndole tal vez, con un ser de otro mundo. El viejo rompió en llanto al ver la luz del nuevo día rescatándole de las tinieblas, inhaló el viento fresco de la mañana intensamente,  y perdió el conocimiento de inmediato. Horas más tarde, el joven alcanzó la cristiana sepultura, la losa fue puesta en su sitio, dejando de nuevo la tumba sellada. Cuando el viejo despertó, no quiso hablar con nadie, sacó los pocos lustres que le pertenecían de la humilde casa,  y se internó en un  asilo donde vivió sus últimos días. Alejado de la noche, de las flores marchitas,  las historias de ultratumba y de tantos otros recuerdos, preguntándose para siempre, ¿Qué fue aquello?

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