Llegué a la mansión Chrysler la noche del 4 de agosto. El lugar se hallaba abandonado desde hacía tiempo. Sus antiguos residentes, apenados por el fallecimiento prematuro de la hija menor del matrimonio a consecuencia de una terrible y extraña enfermedad en la sangre, no pudieron soportar el peso de los recuerdos, decidiendo más bien, alejarse de todo lo que trajera a su memoria la efigie de la señorita.
Dos años más tarde, en el verano de 1857, el viejo enfermó y murió de pena moral, sentado frente a un cerezo, en una casa de campo. De la señora Chrysler no se supo nada más, después del funeral de su esposo no se le volvió a ver.
La casa iba a ser habitada de nuevo por una adinerada familia venida de Baltimore. Betty Chrysler, la hija mayor y única heredera de la desventurada prole, me contactó el 25 de Julio con interés de que la firma con que yo trabajaba entonces, se encargara del traspaso de bienes y el peritaje estructural solicitado por los nuevos dueños.
Mientras revisaba algunos documentos, y llegábamos a ciertos acuerdos, me contó la historia de su hermana menor, Elena, quien en la infancia gozó de muy buena salud, y a la que se vio siempre radiante cual rosa fresca, corriendo por entre los jardines y jugueteando aquí y allá; los años pasarían y la joven muchacha ahora preferiría el encierro de su fría habitación, las lecturas nocturnas, y el ensimismamiento en los oscuros rincones de la mansión, jamás alguien supo a qué atribuir el radical cambio de su personalidad. En la plena flor de su belleza, atrapada en una palidez lamentable, murió, acostada en su lecho, vigilada por la desconsolada mirada de su padre y ante los impotentes esfuerzos del médico familiar.
Tratándose de un contrato tan importante para la firma Walters & Sons, se requirió mi estadía en la ostentosa mansión por lapso de 3 días, era yo quien debía garantizar que el suntuoso edificio fuese un lugar apto para alojar una familia que incluía tres niños pequeños.
Me encontraba de pie frente a una señorial escalera en forma de caracol, de la cual se desprendían largos y empolvados corredores que conducían a las habitaciones y al ala superior de la casa. Las frías paredes del salón principal, ataviadas por toda clase de pinturas, de retratos familiares, y reliquias inmemorables, me recibieron en esa soledad escalofriante que me hizo suspirar mientras observaba cada detalle en la decoración de la estancia.
En las vitrinas y en los estantes se destacaban los trofeos y las finísimas y exquisitas piezas de porcelana italiana al estilo capodimonte, dominadas de punto a punto por las partículas de polvo que flotaban o se arrastraban por cada rincón de la mansión.
Levanté mi portapliegos y el ligero equipaje que me acompañaba, y me encaminé al segundo piso para echar un vistazo a las habitaciones y demás salones del ala más grande del edificio.
La señorita Betty me había entregado un manojo de llaves, dándome la libertad que requería para cumplir con mi empresa de evaluar minuciosamente la condición de cada cámara en la mansión. Además, debía buscar una alcoba para instalarme cómodamente durante los tres días que permanecería allí, preparar el fuego en la chimenea, y servirme la comida.
Me ocupé primero en la cena; mientras las verduras se freían en una ennegrecida cacerola y el pato se cocinaba en el horno, acomodé unos maderos en la chimenea; mis manos, y a decir verdad toda mi piel, trepidaban de frío; las cortinas iban y venían, estrellándose contra los vidrios de los ventanales de madera, efecto que le producían las heladas corrientes de aire.
Luego de cenar la maravillosa ración, y de beber otra copa de shiraz, subí las escaleras para ir en busca de una habitación; era ya muy tarde, el día había sido largo y agotador, y mis ojos apenas podían permanecer entre abiertos.
Escogí el ultimo dormitorio de la fila derecha, que supuse, tendría vista al patio trasero. Después de algunos intentos, y con un candelabro de tres copas en la mano, logré dar con la llave que abría el cerrojo de la pesada puerta.
El recinto era tan sombrío que la débil luz de las velas apenas me dejaba reconocer la silueta de algunos muebles con los que no quería tropezar. A diferencia de los demás cuartos que ya conocía en la mansión, este se mantenía ajeno al olor a polvo y humedad, y había algo en él que me atraía, que me llevaba con la fuerza que arrastra un imán a un clavo. Por fin crucé el umbral que me separaba del corredor, y me adentré como extasiado por una música fantasmal que se reproducía de vez en cuando en mis oídos. Logré ubicar un par de candeleros en una de las repisas de arce, y al darle vida a los cirios que allí se aferraban, tuve ante mí una hermosa y bien decorada sala, a la que parecía jamás haber afectado el abandono por parte de la mano del hombre. Las sabanas de la cama eran blancas como la nieve, las cortinas conservaban el color vivaz de su carmesí persa, el piano vertical ubicado junto al tocador me mostraba sus refinados acabados en la tapa que cubre el teclado, y un profundo olor a almizcle brotaba de la nada, como si un jardín etéreo hubiese sido plantado allí mágicamente; todo era ensueño, todo era un ideal, pero fue un retrato lo que acaparó toda mi atención, mi concentración, el todo de mis sentidos; en él, la imagen de una bella joven. Una cándida señorita, una criatura, dueña de toda gracia, de toda belleza, ¡ella era la belleza!
Aunque había melancolía en el café eterno de sus ojos, y sus labios delgados y pálidos dibujaban un gesto de angustia en su semblante, su piel nívea y dócil me la mostró como la más bella de entre todas las que habían venido al mundo. La contemplé largo rato, abstraído a consecuencia de sus encantos, dominado por un sentimiento de nostalgia y de pesar; en la parte trasera del pequeño marco habían unas palabras: “Elena, marzo de 1855”, entonces me di cuenta, de que se trataba de la fallecida hija menor del matrimonio Chrysler.
Me recosté sobre la cama con el retrato en las manos, preguntándome como una criatura tan bella podía haber sufrido tan cruel destino; había en sus ojos un mundo distinto al que mis ojos conocían, su esencia parecía estar apoderándose de mi corazón. Dominado por aquella música fantasmal, y por la melancolía que extrañamente envolvía a mi corazón, fui quedándome hipnotizado, con la viva imagen de Elena plasmada en mi alma.
Habría pasado solo un instante desde el sopor, y de pronto, me sentí víctima de un inexplicable efecto que embriagaba todo mi ser. Logré abrir los ojos para darme cuenta que la habitación en donde me encontraba había sufrido una transformación demasiado notoria para lo que recordaba de unas horas atrás.
Estaba acostado en una alfombra negra como la noche, cálida, muy agradable al tacto. Todo el lugar se veía invadido de pequeños candiles, colgados aquí y allá, el olor a almizcle era remplazado por un incienso fuerte, fundido con el vapor de rosas en agua, de extravagantes aromas jamás percibidos en el nuevo mundo, fragancias exóticas que me mantenían alejado de la conciencia.
De la nada, y como enfundada por la luz tenue de las velas, apareció ella, Elena, vestida con finas telas negras, imponente como el rayo, con la mirada altiva y los labios entreabiertos.
Se dejó caer sobre mi cuerpo extasiado lánguidamente, su respiración cálida y agitada rebotaba en mi piel como la brisa de una ensoñación pasajera, sus dedos fueron invadiendo mi pecho, hasta que se decidió a morder mis labios.
Recorrió mi cuerpo con el vaivén de su lengua, hizo que mi piel temblara con cada uno de sus besos , contó a mis oídos las más dulces historias de amor, me prometió un paraíso a su lado, y jugó con mis pensamientos hasta dejarme quebrantado.
Parecía la eternidad aquel momento, sus ojos jamás dejaron de mirarme, ella era el amor y la angustia al mismo tiempo, era la luz y la oscuridad, el jardín donde florecían todos los placeres, el abismo que había decidido hastiarse con mi carne.
Por fin pude abrazarle, y fue cuando sus colmillos se hundieron ferozmente en mi cuello; no se veía decidida a liberarme de aquel dulce martirio, el gemir delicado de su garganta, y sus garras aferradas a mi pecho, me provocaron el éxtasis, haciendo que desmayara en una irregular mezcla de placer y delirio.
Desperté agitado como la mar tormentosa, gritando su nombre ante los solitarios rincones de la mansión. Las velas del candelabro habían sobrevivido a ese instante, y la estancia se tornó tan lúgubre como nunca había sucedido.
Mis manos se aferraban aun al retrato de Elena, pero ahora las facciones de su rostro eran distintas.
No existía la melancolía en el café eterno de sus ojos, en cambio, había una mirada altiva y provocadora en aquel par de perlas, y en sus labios delgados y delicados, se dibujaba una sonrisa de placer incontenible. Había también un par de gotas escarlata brotando de ellos, y en mi cuello la marca imborrable de sus fieros colmillos.