sábado, 22 de junio de 2013

Alexa

 La región  de dónde vengo  es  sin duda la más  misteriosa y placentera  de la tierra.  El valle, dotado  de una belleza incomprensible,  es abrazado por  una cadena de montañas que se elevan de manera imponente, con cimas tan amplias e inaccesibles, que  a ningún hombre permitirían llegar. Una  enorme cresta de bordes  suaves y  jaspeados que abre paso al poblado, es rodeada por  ejércitos de cipreses milenarios  y caminos de roca firme que se dejan bañar por las aguas más transparentes  que nacen en las gélidas cumbres de las montañas. 
Parece que  nací y crecí  en un lugar olvidado hace ya mucho tiempo, un lugar  poblado  de historias  que a nadie interesan, hogar de edificios deteriorados y  verdes prados, de abuelos timoratos y perros taciturnos. Ese fue el lugar que me  alejó  de las perversiones  de las grandes ciudades, fue la tierra que me enseñó  a vivir de una manera simple y reflexiva.
Para ese entonces no sabía lo que era amar una mujer, y aunque amaba las nubes, y amaba el olor que adquieren las hojas de los libros cuando con el pasar de los días envejecen sobre los estantes rígidos, jamás me  había entregado en  cuerpo, en alma y en conciencia a la carne de una de ellas.
La mayor parte de mi juventud transcurrió en soledad,  alejado de las ideas mundanas,  de los peligros que vulneran el alma, más  bien,   acompañado por los extensos volúmenes de literatura que me servían de almohada cuando el cansancio me alcanzaba, y también, de la luz de las velas, que  amablemente extendían mis noches con su fuego manso y atractivo.
Jamás necesite de los besos de una criatura esbelta, porque nada me atraía más que el brillo de la luna de junio, y  tampoco anhelé una caricia suave por parte de unas manos delicadas,  porque  el eterno romance que vivía con las estrellas, entusiasmaba mi corazón más que cualquier otra cosa.
Amar es un verbo que no se puede conjugar en  todos los corazones;  para recibir hay que ofrecer, ofrecer mucho,  pocos están dispuestos a darlo todo en nombre de un afecto, y en tal caso, yo no podía darle a una mortal el amor que le debía a las luces del conocimiento,  eso podría calificarse como traición, y a la traición se le paga con sangre.
Aunque algunas señoritas intentaban hacerme conversación, no queriendo yo ahondar en sus temas de índole romántico, lograba evadirles con la excusa de querer ordenarme  como sacerdote. No quería proporcionar interés a parlamentos insípidos, pláticas  que se consumarían en situaciones incomodas y  pasiones fugaces, la mujer  de mis pretensiones parecía no existir en esta dimensión, aquella dama era tan solo una idea que vivía impregnada  en mí como una  quimérica ambición,  prefería por lo tanto, mantenerme alejado de tales vicisitudes.  
Era habitual que cabalgara en mi caballo para dirigirme hacia el monte; allí, en alguna superficie llana, me recostaba en la hierba  y  me refugiaba  en el calor de una hoguera, dejaba que pasaran las horas mientras mis pupilas se perdían en  el  firmamento, que  en posesión de los astros me hipnotizaba,  y cuando me daba cuenta que  era ya muy tarde, trepaba en la silla de la paciente bestia, y regresaba a  mi hogar.
En una de esas excursiones  por entre los pasos de montaña, descubrí por causalidad un portentoso santuario  que se erigía muy cerca de una hilera de sauces. La edificación de arquitectura antigua, se encontraba abandonada en su totalidad, gran parte de los vitrales aun acompañaban los ventanales de hierro, y la puerta de madera maciza permanecía cerrada, asegurada con un par de cadenas oxidadas. Por entre los caminos que conducían a una pequeña capilla,  reconocí un camposanto  tupido de tumbas y figuras de  mármol en representación de ángeles y apóstoles, me aproximé para detallar el lugar,  y noté en algunas lápidas, que las inscripciones eran antiquísimas, y que pertenecían a hombres y mujeres que habían servido  antaño al Señor.  No quise cruzar la reja,  por respeto a los cuerpos que allí reposaban, y más bien,  para saciar mi curiosidad, recorrí minuciosamente  la zona, y al no encontrar algo extraordinario, me tendí boca arriba en un denso pastal.
El día ya se había ido, y aun en tinieblas, podía distinguir la silueta del viejo santuario que se encontraba tras de mí, tan silencioso, tan tranquilo y a la vez tan amenazador.
Esa noche la cúpula celestial me brindaba un espectáculo tan admirable y aplacador, que mientras las nubes iban y venían en rededor de la luna, fui quedándome dormido, al ardor de los leños, y arrullado por el susurro melancólico del viento que caminaba a pasos agigantados por aquel   paraje tan irregular e intimidante, pero igualmente imperado  en absoluto por  la magia de la escena nocturna.
El plácido descanso en el que me encontraba sumido, se vio interrumpido por los relinchos del caballo, al que había dejado atado por una soga en el robusto tronco de un ciprés; el formidable animal era intimidado por una figura humana que a primera vista no pude detallar. Me incorporé sobresaltado, y dando unos pasos adelante,  pude ver como una esbelta  mujer pasaba sus manos por entre la crin de la bestia. Me aproximé lo más que pude y antes de quedar en frente suyo, se giró tranquilamente y se dispuso a caminar cuesta abajo.
Me quedé plantado, inmóvil y aturdido a consecuencia de su  perfección .  En mis días jamás vi un rostro con rasgos tan finos y delicados, de ningún poeta oí mencionar alguna vez, la existencia de unos labios más seductores, y sus ojos, sus bellos ojos negros, profundos como un abismo, grandes y brillantes,  dotados de toda magia, parecían dos gemas exóticas,  engarzadas en la más sofisticada  pieza de joyería.  Cuando me dio la espalda, clavé la mirada en sus cabellos negros y rizados, que envolvían sus tentadores  hombros cual las lianas del árbol de la sabiduría, ¡oh sus cabellos!, inhalo el aroma de un incienso desconocido, cuando llega a mi memoria el recuerdo de su brillante cabellera.
  Pensé que ella era, igual que yo, un alma solitaria, que buscaba en las tierras apartadas, reconfortar un espíritu insatisfecho.  La seguí sin disimular mis ansias de descubrir todo en ella, y me atreví a poner mi mano sobre su hombro,  volteó la cara, y cuando me deleitó con  sus dientes perlados, blancos y luminosos, cuando frente a mi rostro tuve su sonrisa, esa que  brillaba tanto o más que la esfera celeste  que desde arriba nos espiaba,  sentí un fuego en el vientre, tan intenso e inexplicable, que me indicaba el síntoma de un primer amor, un amor único e incontrolable, desmesurado desde el primer instante.  
Sin decir una sola palabra, me tomó de la mano, haciéndome sentir una especie de   electricidad que se adueñaba  de cada partícula que conformaba mi ser; no bastó más que una mirada, más que un  sollozo, para que yo cayera rendido ante sus encantos. 

 Ahora sabía lo que era amar a una mujer, no habían pasado siquiera dos horas, y  yo ya la amaba con locura. Sin dejar de sonreír, se recostó en el suelo húmedo, y elevó su mirada hacia la casa de las nubes. Yo no podía hacer más que contemplar su hermosura; la transparencia de su piel vaporosa y cristalina,  me envolvía en un manto de ensoñaciones pasajeras que se inmortalizaron en mi corazón, en mi ebrio corazón.

— ¿Quién eres? — Pregunté casi silenciosamente  mientras me recostaba junto a ella, pero de sus labios carmesí no escuché palabra alguna — ¿De dónde vienes criatura hermosa?—
Volvió a sonreír y otra vez llevó su mirada al firmamento.
— ¡Te amo, Te amo con todas las fuerzas de que hay dentro de mí!, déjame saber quién eres, de dónde vienes y por qué has venido hasta a aquí, ¿Acaso es mi destino entregarme  a ti sin medida y sin razón?
Tampoco hubo una respuesta.
De manera delicada se puso de pie, y me invitó a tomar su mano nuevamente, sin  proferir una sola palabra. Casi sintiendo que flotaba por encima del suelo, y dejándome llevar por el éxtasis que me resultaba su compañía, me fui tras ella mientras me conducía hacia la parte más alta del terreno. Esa zona no era desconocida para mí, pues en cuanto nos aproximábamos, yo reconocía la silueta oscura del imponente santuario que horas antes había encontrado.
Antes de que ella volteara el rostro,  me vi dominado por una parálisis que me impidió siquiera dar un paso. Su mano se zafó bruscamente de la mía, y se fue alejando, dirigiéndose  lánguidamente hacia la intersección  que conducía a la pequeña capilla.
La sangre se me congeló al darme cuenta que la silenciosa mujer  que yo amaba, abría la reja  del camposanto y se encaminaba hacia los sepulcros. La movilidad volvió a mis extremidades, marché con prisa hacia donde ella estaba, pero tuve que detenerme antes de llegar a la reja, cuando vi aterrado como  su silueta traslucida y vaporosa, se iba hundiendo en una de las sepulturas.

Espantado, atravesé la rejilla, y me dejé caer bruscamente cuando llegué a la tumba donde mi amada había desaparecido, encendí un cerillo para examinar la inscripción que había en la losa, y esto es lo que decía:

“Ni siquiera la frialdad de este sepulcro podrá retener la eterna  sonrisa de Alexa”

Sin saber cómo reaccionar, me puse de pie mientras de mi mano caía un puñado de tierra seca que había tomado  de su sepultura.  Dudando de mi cordura, y confundido por la extraña vivencia, me encaminé hacia el poblado, en tinieblas y hecho un mar de cuestiones, perturbado, con el corazón aun palpitante.


Cuando  suspiro a causa de su recuerdo, y cuando a mis labios viene su nombre, me transporto a esa noche en que me enamoré, jamás la olvidaría, y a ninguna otra podría amar más que a ella.
 Constantemente visito su tumba en las noches, con la esperanza de volver a verla, con el deseo vehemente  de tener frente a mí sus misteriosos ojos negros. 

martes, 14 de mayo de 2013

Marieta




Marieta y yo éramos felices con lo poco que teníamos. Nos habíamos acostumbrado  a vivir de una manera modesta, alejados de la opulencia y los caprichos de la gente adinerada.
Ella desde siempre fue mi gran amor, no recuerdo un solo día en que  no la hubiese amado. Tuvimos que  combatir todo tipo de adversidades para poder estar juntos, y el precio que costosamente tuvo que pagar,  fue renunciar a la comodidad que sus padres le ofrecieron desde que era una niña, olvidarse de los lujos y los banquetes, de los costosos vestidos y los cofres llenos de joyas, debió olvidar el salón de baile y los paseos a caballo por la rivera,  todo eso,  por amor. No tuvo problema en aceptar la vida moderada  que un humilde labrador de madera podía ofrecerle, era feliz a mi lado, y yo me sentía el hombre más dichoso por haber ganado su incondicional cariño.
Muchas veces sus padres fueron a buscarla a la cabaña en donde vivíamos,  la insultaban por haberse casado conmigo, le auguraban infelicidad a mi lado, le pedían casi arrodillados que recapacitara, le aseguraban que aún había tiempo para enmendar los errores.  Ellos pensaban —como todos los acaudalados de la región—que para ser felices debían tener los bolsillos repletos; eso a ella no le importaba, me defendía  a capa y espada, como toda una dama, se mostraba presuntuosa ante el mundo cuando hablaba de mí, yo era su bienestar, yo era la razón de su vida.
Y en cuanto a mí,  fui víctima de los insultos y la ira de los suyos, de sus altanerías y en más de una ocasión de sus golpizas; poco me importaba, pues su sonrisa aliviaba cualquier daño, ella me adoraba y había jurado estar conmigo en la salud y en la enfermedad, en la fortuna  y en la pobreza, en la vida,  y en la muerte.
Vivíamos en una vieja cabaña que se situaba en medio del campo abierto; Marieta adoraba  las flores, así que poco a poco, le dimos vida a  un jardín enorme donde ella pasaba  largas horas hablando con los lirios y mimando los tusilagos, saltando entre tulipanes y sonriendo  a los jazmines coquetamente, siempre radiante, con esa belleza que le hacía ver como una flor más, una flor que parecía no marchitarse, una flor de pétalos dorados que se mantenía con mis marrullerías. Debes imaginar cómo era nuestra vida refugiados en el campo, lejos de la mirada del hombre, contemplando cada atardecer, bautizando las estrellas, besándonos bajo los árboles como dos chiquillos inocentes. ¡Qué días aquellos! juntos vivimos momentos bellísimos,  pero  el destino tenía otros planes para nosotros, no todo podía ser un colchón de nubes, no todo podía ser pan y miel, la muerte se llevó el aliento de Marieta, llevándose también mi vida a su sepultura. Esto que hoy  te cuento mi hermano, no es una historia fantástica, ni la quimera de un hombre perturbado que se sienta contigo a beber una copa, por el contrario, es el fiel relato del amor más puro y admirable que alguien vivió jamás, un amor que traspasó las barreras de la muerte, uno que hoy y en la eternidad, enlazará como un fuerte eslabón nuestras almas.
**
Se celebró la primera semana de Octubre un jocoso festejo en la Villa. Todos anhelaban las fiestas con afán, pues no existían otros días en  que las gentes pudieran embriagarse sin pensar en consecuencias. Hasta los más adinerados renunciaban a sus principios en el bailoteo que mezclaba a unos y otros, a humildes campesinos con  grandes señores, y  a señoritas educadas con atrevidas cortesanas.
Marieta había guardado cama por esos días, se le veía muy pálida, y no dejaba de toser. Mientras todos bebían y coreaban a grito herido, mientras allá afuera todo el mundo se deleitaba y desistía a sus modales, yo  me ocupaba en cuidarla día y noche. Enfriaba su frente con paños húmedos cuando parecía encenderse el infierno en su pobre cuerpo, o la arropaba con otra frazada cuando en la madrugada trepidaba de frío.  Fueron en verdad días de indecible angustia. Hablamos muy poco entonces, tomaba mi mano para hacerme sentir cuanto me adoraba, pero no le vi sonreír nunca más.
 Debía salir en busca del médico, era primordial que viera a Marieta, hora tras hora declinaba su apariencia, ya no había luz en sus ojos, y ya no había fuerza en su espíritu.  
Aún faltaba un par de horas para que el sol cayera, no era mi deseo  dejarla sola, pero al  ver su situación, y necesitado de algunos suministros, dejé la cabaña para encaminarme a la plaza principal.
Todo allí era caos y algarabía, en los andenes dormían los borrachines que ya sin sentido se habían dejado caer, los músicos parecían no conocer el cansancio, y hasta los perros corrían dichosos tras los muchachitos que les jugaban en las estrechas calles.
Me encontraba ya frente a la casa del doctor, al  tirar la aldaba del portón, asomó su esposa, quien de manera arrogante aseguró no poder interrumpir al importante hombre en una de sus muy habituales reuniones sociales. Insistí cuanto pude, le enteré a la brusca mujer lo urgente de mi visita, pareció no importarle mucho, me tiró la puerta en la cara dejándome una espina en la piel.
Grité un par de veces frente al andén rogándoles que salvaran la vida de mi Marieta, pero no recibí respuesta alguna; la impotencia que condiciona a los que somos humildes se convirtió en una fúnebre inquietud, no quedaba más que regresar junto a ella , no podía ofrecerle  más que mi compañía.
Una espantosa sensación de desasosiego y soledad se aferró de mi corazón, robándome la poca calma  que me quedaba, me encontraba empapado a consecuencia de la prisa con que regresé. Abrí la puerta de la cabaña, y abrazado por el silencio y la oscuridad, me arrodillé junto a la cama, apreté sus gélidas  manos, y  puse mi oído en su pecho; jamás  me sentí más miserable en esta vida, ¡su corazón se había apagado!
***
Pasé la noche  orando por su descanso, pidiendo perdón a su alma  por haberle dejado sola. Me torturaba esa idea, tal vez, fui el culpable de su suerte. Sabía que si hubiese sido un señor, poseedor  de tierras y rocines, si tuviese en el momento un buen vestido y brillantes zapatos de charol, un elegante sombrero y una pipa, el médico no se hubiese rehusado a salvar la vida de Marieta, quizá me habría atendido con amabilidad,  y hasta me pudiera haber convidado un trago de su botella  predilecta.
Cuando los padres y demás allegados  de la desafortunada  se enteraron de la noticia de su deceso, pensaron lo mismo, lo que en si era cierto; con otro tipo de hombre a su lado el destino de Marieta se habría escrito con otra tinta.
 Entonces, dominados por un sentimiento de cólera y furor, optaron por aporrearme hasta el cansancio, quebraron cuanto pudieron de los estantes, destrozaron   nuestras pertenencias, y  se llevaron el cuerpo que yo me disponía a preparar para la  cristiana sepultura.  Después de escupirme la cara prendieron fuego a la cabaña, dejándome casi sin conciencia en el suelo.
 Reaccioné, logré levantarme y apagar las llamas que no se inflamaron lo suficiente para rasguear otra tragedia.  La mano de la devastación había visitado mi casa, no me quedó si quiera en donde sentarme, mi miseria ahora era absoluta, no le  llevaría una flor a Marieta,  no  le daría el último adiós a su cuerpo. ¿Qué hombre podría ser más  desdichado en esta tierra?, no podía existir un sufrimiento mayor en el mundo ni nada que me pudiera hacer más daño.
 Los días pasaban sin prisa, ahondando el vacío que Marieta había dejado en mi vida. No había manera de acostumbrarme  a vivir sin su compañía, ella era el motor de mis alas,  todo lo que deseaba.
 El jardín estaba irreconocible, y  a pesar de mis esfuerzos por mantenerlo vivo, las flores  se marchitaron, la tierra era opaca como mis ojos tristes, las pobres matitas extrañaban a su fiel compañera, no más que yo,  pero sentían su ausencia.
No desearía siquiera que mis enemigos tuviesen que vivir una noche como las que vinieron entonces, llenas de angustia y de soledad; despertaba en la madrugada creyendo que Marieta estaba a mi lado, contrario a eso, el frío de la desolación y la mirada de la culpa me invadían. Era inevitable romper en llanto, morder las sabanas o espiar en la ventana esperando ver su fantasma. Creedme mi buen amigo, ese es un castigo cruel. Más de una vez preferí estar muerto, para buscarla en la noche oscura, para besarla e implorar su perdón,  para dormir bajo el árbol que vio nacer nuestro amor.
Una noche mientras cenaba sentí más que nunca su ausencia, se me hacía insoportable la idea de vivir sin la mitad de mi corazón, ya sabía que el cuerpo de Marieta reposaba en el mausoleo familiar, y también conocía su ubicación, no podía acercarme allí ni por equivocación, pero sentía la necesidad de visitar su tumba, de llevarle en nombre de nuestro amor una flor. La penumbra  me serviría de cómplice, era mi momento.
 Custodiado por la mirada de los astros me encaminé hacia el cementerio, la densa niebla estuvo tras de mi todo el recorrido. Tuve que violar el cerrojo de la reja para  entrar al sitio donde descansaba su cuerpo; me arrodillé frente a su tumba, y  luego de  ofrecer una oración a  su alma, quise proponerle conversación. Le conté como era mi vida sin ella, con mis lágrimas traté de ganarme su perdón, reclamé piedad por el hecho de haberle dejado sola; también   le requerí enseñanza para cuidar el jardín, pues yo quería que las flores recuperaran su esplendor; en fin, no podría recordar ahora todo lo que dije esa noche.
No era conveniente que mi estadía en el huerto de los condenados se prolongara, debía irme, así que dejé la rosa  blanca que le había llevado sobre la gélida loseta,  ahogué el fuego del candil y me dispuse a salir.
 Cuando di la espalda,  algo se aferró a mí hombro; giré sobresaltado pero no pude ver a nadie en semejante oscuridad, encendí de nuevo la lamparilla, y para mi sorpresa,  la rosa que había dejado sobre la tumba ahora era negra como el ébano.
****
Admito que me sentí espantado, pero no me atreví a huir de repente, tal vez mi imaginación estaba convulsionando, y el sentido del tacto me jugo una mala pasada. Retomé la acción de abandono, inquieto aun por la transformación insólita que había tomado la flor, y lo que vino después, fue tan real como las lloviznas de abril, una suave y melancólica voz que  quebró el silencio del estrecho recinto:
—Amor mío, ya no sufras más, no hay nada que  deba perdonarte.
Creyendo ser víctima de un juego sonoro, tal vez sometido a oír una cadencia fantasmal, avancé dos pasos hacia la tumba, presto a percibir el más leve susurro, y de nuevo el espacio fue invadido por la fúnebre voz:
— Sí, mi amor, dame la paz que mi alma tanto ansia, he llegado a sentir la magnitud de tu dolor, y sufro tanto o más que tú, pero ya es hora de olvidar, es tu hora para vivir.
Sin duda era Marieta. El miedo que había penetrado en mi espíritu, se disipó de inmediato. Acercándome lentamente al rincón de donde escapó la voz, quise buscar—asistido  por la suave luz de la lámpara— a mi amada mujer.  Le invoqué un par de veces, pero no hubo ya respuesta alguna.  La losa de la tumba no mostraba indicios de movimiento,  y al darme cuenta que su sombra no se cobijaba en ningún rincón de la cámara mortuoria, decidí retirarme, conmovido  aun por la irregular experiencia.
Estando ya en la cabaña,  me hundí en un sueño  profundo que  nada perturbó hasta la amanecida, desde la muerte de Marieta no había podido descansar de tal manera.
Desperté muy tarde, la idea de su voz  triste y sofocada aún continuaba navegando en los mares de mi conciencia, sus palabras retumbaban en mis oídos como un tambor de guerra que suscita la fiereza en el campo de batalla, mi corazón anhelaba sentir de nuevo su compañía, su medrosa compañía. No había otra cosa que deseara tanto, en esta vida o en la otra, debía ir en su búsqueda para sentir nuevamente su aliento, así fue como esa noche fui por Ella.
Me paré de nuevo frente a la tumba y dejé un par de rosas blancas en la losa, elevé una oración al cielo pidiendo perdón por querer perturbar el descanso de la muerta, y me arrodillé para besar pudorosamente el mármol frío y pesado.
¿Cómo la criatura más hermosa de la creación podía reposar en un lecho tan gélido, en un recinto tan sombrío, tan absurdamente sujeto a la soledad? ¿Por qué no se presentaba de nuevo ante mí, si sabía que mi alma esperaba regocijarse en su hálito? ¿Por qué tardaba, si sabía que mi corazón se consumía en el fuego del afán?
Agobiado por el paso inútil de la máquina del tiempo, y decepcionado  por la sensación de haber creído vivir un episodio real la noche anterior, dejé que la locura y la necesidad que dominaban mi palpitar explotaran en una idea terrible.  Con la fuerza de un rebaño de demonios,  me di a la tarea de remover la losa de la tumba, ya no podía esperar más, debía contemplarla, quería besarla por mas desfigurada que estuviera; la tenue luz de  la lamparilla me dejó ver su rostro, y no me lo creerías jamás, su piel era tan fina y escarchada, que podía haberle confundido con un lucero,  fresca y adorable en todo sentido. La lozanía de su figura hizo que una marea de  pasiones invadiera mi corazón, y llevándola a mis brazos, apoderado por el arrebato de un condenado, la besé con ímpetu, quería quedarme allí eternamente, acariciando su rostro fascinador, nadando con mis dedos por su larga cabellera rubia.  Después  de ese beso, no la podía alejar de mí.
 Quería llevarla  de vuelta a la vida, a los piélagos de la luz, entonces, la profané de su tumba, envolví su delicada figura en mi abrigo,  y cuando me disponía a huir, Marieta abrió sus ojos y los clavó en mi desbordada mirada.
 Todo fue quietud ese eterno instante. Yo no sentía miedo, estaba sorprendido por lo inconcebible, sus sentidos vivían ahora en los míos.
 Desanimada y sorprendida, adornando sus palabras con una expresión de angustia preguntó:
— ¿A dónde me llevas? ¿Qué vas a hacer conmigo?
— ¡Estas viva mi gran amor!, ¡has vuelto a la vida! ¡He de llevarte a nuestro hogar, ni la muerte misma podrá separarnos, no voy a permitir que las huesudas manos de esa dama sombría  te arrastren de nuevo a las tierras bajas!
— ¿Acaso no vez que soy un cadáver?, no hay  otro camino para mí, déjame, deja que mi cuerpo reposé en el lugar que el destino le ha escogido.
— ¡Pero si estas viva, aquí, conmigo! Dime, ¿cómo es que tus ojos vieron luz  de nuevo?, dime si tu voz es una alucinación demoníaca que se reproduce para abatirme, no me niegues la dicha, no me arrebates el alma, no me dejes solo, nunca  más.
Como sin fuerzas, y queriendo languidecer, Marieta replicó:
 —Regresé  de las tinieblas para decirte que te adoro, para decirte que no hay culpa que debas expiar; siempre serás mi gran amor, y piensa cariño mío, que este cuerpo no se conservara más que por unos días, piensa que me convertiré en un esqueleto,  porque mi carne desaparecerá como el vino del cáliz, porque estoy muerta. Mis cuencas estarán vacías, no podrás amarme cuando  sea un fétido cadáver, ¡sé que no podrás! — Expuso apretando con sus afables manos mi pecho.
— ¡Te amaré,  seas lo que seas!, solo ven conmigo, a nuestro jardín, escapemos de esta tortura y no renunciemos a batallar; descansa mi amor, yo te llevaré a tu hogar.
 Marieta cerró los ojos y dejó caer el peso de su cabeza sobre la nada, nos refugiamos en la vieja cabaña y de nuevo caí víctima de un pesado letargo.
*****
 En la mañana desperté agitado, creyendo que todo lo que había sucedido era fruto de mi imaginación, hasta que vi a Marieta  a mi lado, respirando como si perteneciera al mundo de los vivos. La luz del día hacia que aparecieran unas manchas sobre su rostro, así que me ocupé en cubrir cada ventana con pesadas cortinas.  Esa noche despertó del extendido sueño, se puso de pie, y examinó todo lo que había a su alrededor, toda esa ruina en la que yo vivía entonces. Me preguntó qué había sucedido, yo no quise contestar esa pregunta. Reflexionó silenciosamente un par de minutos, se asomó por la ventana y sonrió al ver su adorado jardín. Caminó descalza por sobre el húmedo herbaje, se acercó a las flores y abordó la tarea de mimarlas como acostumbraba cuando estaba viva.
Marieta parecía fatigarse con facilidad, su piel día tras día era más pálida, más muerta; Reconocí en su momento lo egoísta que me mostraba, la pobre mujer estaba combatiendo ferozmente por no dejarme solo, yo no pensé jamás en consecuencia alguna, solo vivía para disfrutar cada instante junto a ella.
Y así  pasaron unos días, ¿Cuántos? , no lo sé, pero fueron los más cortos  y dulces de mi existencia;  yo era feliz de nuevo, pero una noche, Marieta se levantó horrorizada; la carne de sus manos la había abandonado, igual que gran parte de su rostro, igual que gran parte de su pecho, lloraba desconsolada, no podía hacer más que gritar y maldecir.  
Yo traté de consolarla, pero con la timidez de una fiera que ha perdido las garras, expuso a mis ojos  su rostro maltratado y corroído.
— ¡Mírame, mírame bien! ¡No es esto lo que quieres, no es esta la mujer que amas, debo irme, déjame ir por piedad, no sufras más para que yo pueda ser feliz!
— ¡No ahora, no puedes dejarme ahora!
Me arrodillé convertido en suplicas, no me importaba que tan diferente aparentara ser su belleza, era la más hermosa para mí.  Tal vez pensó en aceptar mi petición,  pero en su aflicción, vi la impotencia que le representaba seguir luchando  contra el tiempo, era una carrera que seguramente jamás ganaría.
Era el momento de dejar de pensar en mí.  Jamás le vi llorar como esa noche, como esa última noche.
Cruzamos la mirada invadidos por el tajante hielo de la  nostalgia, y luego nos besamos de manera tierna; fue difícil decir adiós, y aún más difícil dejar de abrazarnos; la llevé de la mano hasta su jardín, ella quería descansar allí, ese fue su último deseo.  
Preparé una fosa cerca de sus flores favoritas,   ¡que tarea más difícil!, luego llevé la caja que con tanto celo le había construido y nos preparamos para la  desagradable ceremonia.
 Y otra vez fuimos silencio, podíamos vernos a través de un torrente de lágrimas; se recostó en el humilde ataúd, soltó mi mano y suspiró con intensidad. Su respiración entrecortada se fue extinguiendo de a poco, sus ojos se cerraron, de nuevo era un cadáver.   Cerré la tapa que la apartaría eternamente de la luz de los vivos, cubrí el cajón con tierra hasta que desapareció de mi vista, me senté junto a las avivadas flores, mirando perdido hacia el firmamento, sin dejar de pensar un solo instante en aquellos días.
 Me quedé dormido sobre la tierra húmeda, el rayo del sol me despertó muy temprano, ese ya descrito aire de nostalgia vivía en mi cuerpo y aun sentía en mi boca los cálidos labios de mi gran amor.  Sobre la tierra que cubría la fosa había una rosa negra, la flor más bella que mis ojos jamás vieron,  el símbolo de nuestro amor, la muestra viviente de que la muerte no es el final del camino.
Ha pasado mucho tiempo, y esa rosa aún permanece en el jardín.
 Espero ansioso el día de mi muerte, porque me quiero reunir con ella, porque sé que en algún lugar me está esperando. 
Esta pues, es mi historia, y te puedo decir humildemente que no escucharas jamás una igual, porque no ha existido, ni existirá, un amor como el nuestro.