miércoles, 16 de diciembre de 2015

in combustione


P*
Para romper  la rutina,  y terminar la jornada como es debido —o al menos eso era lo que pensábamos—, solíamos mi amigo William  y yo, frecuentar las mancebías más selectas de la ciudad  una o dos veces en la semana, queriendo alejarnos de las formalidades y los compromisos.  
Ávidos de  gozo  y de placer, desparramábamos nuestra carne en los finísimos sillones del periodo rococó, tapizados  en exquisitas telas decoradas al estilo cartouche y bordadas con delicados filetes dorados. Botella en mano, y siempre sonrientes, en nuestro regazo  había siempre algunas señoritas dedicadas a la tarea de darnos su afecto, rebosantes de felicidad al ver como  nuestro dinero se quedaba en sus arcas.
Yo era profesor de lenguas en un bien nombrado colegio  a las afueras de la ciudad, contaba con 25 años y me había hecho víctima de los  vicios que a la juventud  más atraen. Mi amigo, un año mayor, ejercía las leyes, y era un astuto bribón de cuello blanco con un don especial para manipular a las mujeres. Vivió cientos de acalorados romances que le trajeron riñas, enfermedades, y amenazas de muerte, pero  jamás le vi acongojado a consecuencia de una ruptura amorosa. Por mi parte, experimenté pocas aventuras, no tuve mucha suerte con las mujeres, el miedo al fracaso y la vergüenza pública terminaban ganándome la partida; solía mostrarme recio, hasta que alguna  lograba romper la barrera, pero,   a pesar de las prevenciones, y para colmo de males, o para dar razón a mis temores, el día en que decidí entregarme abiertamente al amor, fui traicionado,  y avergonzado.
William   jugó un papel trascendental en un momento tan confuso de mi vida, me encontraba perdido en los ojos de una mujer que me había engañado y  había defraudado mi cariño, y  él, interesado en mi bienestar, y en que recuperara la dicha perdida, me invitó a conocer un mundo de placeres infinitos, del que era parte hacía  mucho tiempo. No quiero aburrirte con parlamentos morales, mucho menos con historias juveniles de amores perdidos, así que trataré de ser puntual, proseguiré.
Fue entonces cuando comencé a frecuentar  los prostíbulos, las casas de juego y las tertulias en casa de gentes poco conservadoras.  Los compromisos y sentimentalismos que tanto han inspirado  al hombre, se desvanecieron en mi nueva forma de ver la vida, y solo era válida, la experiencia adquirida, y el placer, costoso, pero bien recompensado.
Comenzamos a visitar en el mes de noviembre de cierto año, un cabaret que había abierto sus puertas al público unos días antes.  Era un lugar bastante elegante, en el que cualquier cliente hubiese podido llevar a su esposa a tomar una copa de coñac, sin levantar sospecha de sus “vulgares” andanzas.
Fuimos bien recibidos por Madame Devany, y por la mayoría de las señoritas,  que en cada visita, se hacían más cariñosas, y nos daban su absoluta confianza, y nos amaban también,  sin condiciones,  y sin restricciones.
 Nuestras “huidas” eran cada vez más habituales, el buen servicio, la buena compañía, y el muy buen escoses nos  entusiasmaban  tanto, que recuerdo haber pasado alguna vez 7 noches seguidas allí, extraviados del camino del buen comportamiento.
Por esos días había fijado toda mi atención  en una dulce criatura que casi siempre permanecía sobria y alejada de las mesas más solicitadas; no merecí en todo el tiempo que estuve tratando de llamar su atención una sola mirada por parte de sus ojos de gata, y su esencia me  intimidaba de  tal manera, que ni  siquiera me atrevía a acercarme y ofrecerle un trago.
William se percató del asunto, y de todo el interés que demandaba en mí la belleza de aquella,  se me hizo a un lado mientras clavaba sus ojos saltones en su efigie, me tomó del hombro y mientras me pasaba una copa de gin,  preguntó por qué no me había atrevido aún a cortejar la dama de mis pretensiones.
Le confesé que llevaba días contemplándola y que aunque tenía suficiente dinero para acceder a sus servicios y comprar su amor, no sacaba fuerzas para romper el hielo y hacerla la mujer de mis deseos  inmorales. Quizá no existía una atracción física, por eso no valía la pena hacerle una oferta, o tal vez conocía mi presente y el de mi amigo, y estaba convencida de que era un fanfarrón, por eso no razonaba en  si yo gustaba o no de  sus atributos… quizás ni siquiera había notado mi existencia, y ni se habría enterado de mis frecuentes visitas, o lo más seguro es que… perdóname, vuelvo a divagar, en éste momento eso no tiene importancia, lo que vino después fue tan traumático, que su solo nombre es algo aborrecible  hoy en mi presente.
¿Has oído hablar sobre la co…? Mejor deja que narre lo que sucedió esa noche, y no te apresures a conocer solo el final de esta historia.
**
Will me dio un golpecito y sonrió de manera muy picara, vació su copa  de un apasionado trago, y se encaminó en dirección a la señorita. No pude evitar sonrojarme, fue como si un volcán hiciera erupción en mis mejillas, no era correcto que mi amigo pusiera la cara por mí en una situación relacionada con la fogosidad, no era lo adecuado, pero así sucedió. No tengo conocimiento de lo que le dijo en ese corto cruce de palabras, pero resultó tan efectivo, que la bella dama me miró por vez primera, soltando en sus labios una perversa risotada.
El buen William volvió ante mí con aire de victoria, y antes de retirarse a su mesa me dijo a medio susurrar:
“Prepárate muchacho, vas a tener que apagar un feroz incendio”
Antes de que pudiera reaccionar, ella se me acercó y ofreciéndome un trago se presentó, con la voz más  dulce y amable que un mortal haya escuchado, haciendo que mí carne se estremeciera y que de nuevo mis mejillas se encendieran.
Ante mi presencia, su voluptuosidad se hizo más notoria, era dueña de los más irresistibles encantos, sus atributos eran magia hecha carne, además, al tenerla tan cerca, me fue imposible no fijarme en sus labios, finos y muy rojos,  unos labios lascivos, pero evidentemente afectados por unas pequeñas y desagradables llagas, una especie de ulceras recubiertas en una delgada y  transparente capa de piel, como aquellas que aparecen luego de haber sufrido los males de la calentura.
No  queriendo ser descortés, la invité a sentarse conmigo en la mesa que ya tenía reservada, ella, amablemente aceptó mi ofrecimiento, y acompañados de un par de candelabros, bebimos una botella de Dom Perignon, para saciar la sed en  una charla que se hizo amena y muy fluida.
Las copas  iban y venían, igual que las miradas y las carcajadas, a pesar de que ambos éramos algo tímidos, hubo una buena conexión, y al parecer, una extraña atracción física. Yo, en más de una ocasión,  me centré en lo irregular de sus labios, me causaba algo de escozor verlos tan lastimados, y aunque ella lo había notado, fue amable, y tan solo volteaba el rostro o agachaba la mirada, y hasta más de una vez, respondió con caricias a mi irresponsable imprudencia. Imagino que a tu edad has vivido “algunas cosas”,  por eso no traeré a colación los temas que fueron discutidos en la mesa. Iré un poco más allá.
Las horas paseaban con prisa, el licor hacía su parte y el deseo se mostraba irrefrenable, la señorita buscaba mi boca desesperadamente, pero yo trataba de disimular mis nulos deseos de besarle—no era asco, ella en verdad me atraía— así que le propuse ir a uno de los cuartos y acabar la tarea que hacía rato habíamos empezado. Ella aceptó entre carcajadas, se soltó el cabello y me tomó de la mano para ir juntos en busca del añorado fruto.
Cuando nos levantamos de la mesa, busqué en los alrededores a William, pero me fue imposible ubicarlo en tremenda algarabía que se vivía en el salón principal.
***
Estando en la intimidad del cuarto, mi deseo por su carne se hizo incontenible, y antes de que ella tomara la iniciativa, me abalance como una bestia sobre su cuerpo; poco me importaba ahora  la situación de sus labios, el licor me había dado la fuerza suficiente para olvidar un poco, así que me lancé con arrojo hacia el convulsionante mar de su boca y la besé de tal manera, que algunas de las llagas se reventaron, haciendo mezclar en mi saliva aquel liquido amarillento  que  emanaba de ellas.
Sus curvas y sus proporciones eran todo lo que necesitaba para ser feliz, la perfección de sus formas, el balanceo de su carne sobre la mía, y esa manera de mirarme mientras me vendía su amor, me llevaron al éxtasis, a un profundo e inagotable delirio. ¿Sabes qué es el delirio?
El delirio al que hago referencia, el delirio carnal, el delirio de los delirios, poco a poco se fue convirtiendo en la peor de las pesadillas, en la más infame experiencia vivida y aún hoy, después de tanto tiempo, sigo orando por el alma de aquella desventurada que perdió la vida de una manera tan inexplicable como horrible. No te burles si paso saliva, o tartamudeo, esto fue lo que sucedió después.
Como he dicho, disfrutábamos del momento íntimo de forma muy apasionada, ella se había  apoderado del control, y hacía  con mi cuerpo lo que se le venía en gana. De repente, sentí como la temperatura de su cuerpo se elevaba, su piel sudaba a cantaros, y las risas y gemidos cambiaron por un enfermizo semblante y un estrepitoso jadeo entrecortado.
Hice que se recostara y le pregunté que le pasaba, como se sentía, el porqué de su malestar, y mientras  le servía un vaso de agua helada, me contó que desde hacía días  estaba sufriendo un constante cambio de temperatura corporal que no sabía a qué atribuir, quiso tranquilizarme diciendo que no había por qué preocuparse, que el médico de Madame Devany vendría la semana próxima y seguramente daría respuesta  a aquel extraño padecimiento, y, suspirando hondamente,  después de refrescarse con  el líquido vital y  sacudir la cabeza de un lado a otro, se fue de nuevo ante mí, haciéndome suyo por segunda vez.

Las cosas venían bastante  bien, y la señorita —cuyo nombre no diré, y que Dios se apiade de su alma—, me regaló algunos minutos de confort y placer, que yo no quería quebrantar,  hasta que puse mis ojos nuevamente en sus labios, y vi como las llagas ahora eran más pronunciadas y dejaban brotar de si, una mezcla de agua y sangre que corrían  en forma de hilo por su barbilla, llegando hasta su pecho. Me distraje y no pude hacer más que mirar reiteradamente sus labios, aterrado, y con náuseas.
Ella  parecía no querer detenerse, estaba encima de mí y se movía como una condenada,  de nuevo sentí como su piel me quemaba, y el sudor que resbalaba por su blanca piel ardía cual agua hirviendo. Por fin se percató de lo que estaba sucediendo, y horrorizada, detuvo el movimiento.  Yo no pude hacer más que  observar el terror de su rostro, sin proferir un sola silaba, sin siquiera poder mover un dedo para quitármela de encima. Se retorcía monstruosamente y vociferaba de dolor,  el calor de su cuerpo se comparaba al de un fogón en brasas, se llevó las manos a su boca, y un espectral alarido retumbó en el cuarto;  ¡oh terror de los terrores! su cabello negro se incendió de repente con una pequeña llama que se inició en su cabeza y se dio  a consumirla de arriba abajo, ferozmente, como un cirio que es arrojado a la hoguera, y se disuelve  en las llamas; su carne desapareció entre quejidos sin que yo pudiera socorrerla, rápidamente su rostro y su tronco se convirtieron en una masa negra y mal oliente  que se desintegraba sobre mí, pero ni las sabanas, ni yo mismo, y nada que hubiese al rededor  sufrimos un solo rasguño, una mínima quemadura.
La otra parte de su cuerpo aún estaba encima de mis piernas, y se sacudía angustiosamente, se sacudía como un coro de gusanos  queriendo escapar de mi desnudez. Espantado por tan macabro episodio, logré arrojarla de la cama y salté a arrinconarme junto al closet, mientras las extremidades de la infortunada iban y venían tropezando torpemente contra  los muebles, como buscando el resto de su cuerpo, desesperadamente.
Yo parecía una rata acorralada, los apesadumbrados gritos que desgarraron mi garganta fueron tan terribles, que William apareció en mi auxilio junto a Madame y algunos hombres y mujeres que no creían lo que sucedía en aquella habitación; el medio cuerpo aún daba pasos atormentados ante los sorprendidos ojos de los espectadores que buscaban despavoridos huir de allí, y al fin se detuvo, al tropezar con Madame Devany, que cayó desmayada casi de inmediato, y quien según el médico que la revisó horas más tarde, estuvo a punto de tragarse su propia lengua.
Cuando los forenses fueron a iniciar la investigación, encontraron el cuarto lleno de hollín,  una capa de humo flotando pesadamente y los despojos del  cuerpo tirados junto a la puerta.
Hice las declaraciones pertinentes y narré la historia tal como te la cuento hoy, William actuó en mi defensa, y logró que no se requiriera mi presencia mas que por unos dìas en la oficina del comisario. El burdel cerró sus puertas desde el fatídico episodio, y de Madame Devany no supimos nada más. Aunque hubo algunos testigos esa noche, de lo que pasó se habló muy poco, la concurrencia se limitó a guardar silencio y a olvidar lo acaecido, yo traté de hacer lo mismo, en realidad aún sigo tratando.
William estuvo investigando varios dìas por su cuenta, basandose en los detalles de mi  desesperada narración, y compartiendo información con algunos de sus contactos— quienes extrañamente se tomaban muy en serio aquellos eventos alejados de lo racional—,  llegó a la conclusión de que se trataba  un caso de Combustión espontanea, poco usual, y de carente fiabilidad en el perímetro judicial y científico.
Cuando William se acercó a la jurisdicción para exponer su hipotesis, fue totalmente ridiculizado,amenazado y hasta se le prohibió volver a hacer mención del absurdo. Eso no le impidió que se adentrara  en las profundidades de lo que parece insondable, lo que viví, y lo que él mismo vió le perturbó tanto, que se prometió no morir sin tener antes una respuesta lógica y tangible del asunto, así es Will.
Tengo entendido que la desventurada  señorita no tenía pariente alguno, eso fue lo que se nos informó, y que sus restos fueron enterrados en una fosa común. El tiempo me ha ayudado a olvidar un poco, pero a veces en las noches sueño con aquella dama vendiéndome su amor, y luego, quemándose viva sobre mi cuerpo.