jueves, 3 de mayo de 2018

EL CAZADOR



El cazador
                                                                                                                 «El océano es más antiguo que las montañas
                                                                                                         y está cargado con los recuerdos y los sueños del tiempo».
                                                                                                                                         H.P.L

Mi nombre es Theodor, soy originario de Tejn,  en BornHolm, una isla estratégicamente situada en el Báltico entre la costa sur de Suecia y Polonia, muy admirada por los turistas que la visitan en verano para disfrutar el excelso paisaje y el agradable clima.  Nací en un pequeño pueblo que vive de la pesca y la fabricación de cerámicas, y que es famoso por haber sido hogar de los burgundios y por encontrarse en el  las ruinas del Hammershus.
Siendo  muy joven salí de allí, y a partir de entonces he sido un viajero que encontró en el agua su propia patria, pues, las embarcaciones y el mar han sido mi hogar por  veinticinco años.

Hasta hace unas horas, antes de que ustedes me encontraran naufragando a merced de la mar tormentosa, desahuciado y  confundido, me ocupaba como segundo oficial en la tripulación del pesquero Lubeck, un barco de tamaño mediano que navegaba por las aguas del mar del norte, a cargo del legendario capitán Sorensen, quien dirigía a 25  hombres.
Le temporada de pesca no había  sido del todo buena, por lo que nuestra estancia en mar abierto se prolongó otros  treinta días, estos, finalizarían exactamente la semana que viene. El crudo tiempo  torna las aguas pesadas, y el viento sopla tan fuerte, que es terriblemente osado lanzar las nasas  al mar que se agita como  un gran coloso encadenado. Hace quince días perdimos 9 hombres, y la tripulación estaba casi desabastecida.

La  tarde-noche del viernes que pasó, nos encontrábamos recogiendo los canastos y las  redes a muy altas horas de la noche, las masas de agua se batían con fortaleza a consecuencia de una feroz tormenta que no quería darnos tregua. En la insondable negrura de un firmamento estrepitoso, parpadeaban los fulgores imponentes de los rayos que rugían en ecos a través de la inmensidad, el barco se mecía bruscamente, y la tarea de vaciar los raudales  de arenque sobre las canastillas de acero se hacía muy compleja. El capitán desenfundó su pistola y disparó al cielo, maldiciendo la tormenta, y a los monstruos que formaban las olas que  atacaban su nave, la voz del contramaestre nos forzaba a no perder la fuerza, tirábamos las cadenas a merced de la cólera marina, vaciando en la cubierta los peces y todo lo que el agua traía consigo, mientras un cuarteto de hombres echaba en la bodega los animales que saltaban sobre las láminas de abeto.

Fue cuando el señor Collins, un americano perteneciente a la tripulación  y que llevaba un garfio como mano, me llamó con afán:

— ¡oficial! ¡Oficial! Venga, de prisa.

— ¿Qué sucede señor Collins?

—hay algo, ahí— señaló—en una de las redes que acabo de sacar del agua…algo muy… raro… ¡una criatura! —fue lo que informó el hombre mientras trataba de dar fuego a un cigarro inútilmente.

— ¿Una criatura?... ¿de qué habla Collins, Smeltzer y el cocinero la han visto también?—inquirí.

—Sí, señor, ellos sacaron la red conmigo, fue una de las mallas con más arenques, y cangrejos, además de la criatura, señor.

— ¿Una criatura?... ¿acaso un Pulpo, acaso un pez extraño? Hay que informar al capitán, de inmediato, o al menos al contramaestre— sugerí tratando de quitar las pesadas gotas de mi rostro.       

— ¡No oficial, por favor!, el capitán Sorensen ordenará que la destripemos, a él no le interesan esta clase de cosas, le conozco como a la palma de mi mano, y sabe usted lo supersticioso que es. Sé de alguien en tierra que daría unas buenas monedas por algo así, venga, obsérvela y me dará la razón.

El hombre me llevó hacia la parte trasera de la cubierta, donde estaban Smeltzer y el cocinero, echando la captura dentro de las canastillas. Se acercó  a ellos y en tono muy bajo les preguntó:

—Ey, muchachos, nuestro secreto, ¿Dónde está nuestro secreto?

—Allí, junto a las canastillas, bajo las escarcelas— respondió uno de ellos.

El Señor Collins levantó el plástico que protegía una figura mal oliente y prosiguió:

— ¿Había visto Ud. algo así, oficial? En los años que llevo navegando los  mares vi algo tan horrendo como extraño.

— ¿Pero… qué demonios es esto? — desconcertado pregunté, poniéndome en cuclillas para examinar la criatura.

Los hombres de mar pocas veces tiemblan, pocas veces se estremecen, pero al ver aquello, mi cuerpo se sacudió, y debo confesar, que tuve miedo, miedo a lo que había  frente a mis ojos.

El cocinero se persignó y sugirió arrojarla de nuevo al mar, pero el señor Collins se opuso rotundamente, alegando no querer perder  la oportunidad de ganar una buena recompensa por ella.

—Pero  señor Collins, ¿acaso no se da cuenta que es un demonio?—alegó el cocinero ahora con cierto enfado— ésta aberración no fue creada por Dios, el mal  vive en su figura, deje su terquedad buen hombre, y llevémosla de vuelta al mar, si no, por lo menos déjeme trozarla con mis cuchillos.

Mi sentido común indicaba que lo más razonable era informar al capitán la aparición de la misteriosa criatura en una de las redes, así, que desobedeciendo las sugerencias del señor Collins, y muy a pesar suyo, hice que el Capitán Sorensen  bajara a donde estábamos.

**

En cuestión de minutos toda la tripulación se abultaba en torno de la criatura, el capitán daba vueltas pipa en mano y ceño fruncido, observándole detalladamente.

— ¡He aquí un engendró de la Tormenta!—interrumpió—solo una vez en mi existencia vi algo similar. Un molusco… deforme cual esperpento, ¡enorme!,  de unos tres metros,  en el atlántico, hace ya eones, parece ser. Conservo su corazón como trofeo… embistió el pequeño barco en que navegábamos, fue una cruda batalla, milagrosamente ganamos ese día, pero esto, ¡esto  es espantoso!

Solo el viento golpeando en las velas interrumpió el relato del capitán en cubierta, lo que vino después, fue silencio, un íntimo silencio.

¿Cómo era aquello?  La morfología de su cabeza era casi humana, con dos pequeños orificios a la altura de las sienes, envueltos en  un líquido viscoso, una cresta diminuta y muy áspera se cruzaba  en la mitad del cráneo, los ojos no eran más que  unas pompas blancuzcas  y desorbitadas que parecían sobresalir de entre las cuencas, y los labios, una maraña de largos y delgados tentáculos verdosos y putrefactos que parecían tener vida propia. Encogido en sus propios brazos— unos pesados, largos y nervudos  tentáculos— parecía estar agazapado, encogido, contraído…como si en su interior escondiese un valioso tesoro… ¿Vivía?... ¿estaba muerto?... En sus ojos se dibujaba la muerte misma, pero habían débiles muestras de movimiento en los palpos de la boca, por lo demás, absoluta rigidez en sus formas. Ya les he dicho que estaba aterrado, en la tripulación pocos se mostraron recios ante el irregular encuentro, y al fin, mientras del cielo pesadas gotas empezaban a caer, uno de los hombres preguntó al capitán:

— ¿Qué piensa hacer con ése monstruo, señor?

 A lo que éste respondió:

— ¡Llévenlo a la bodega!, saquen su corazón y deposítenlo en una bombona, lo voy a conservar como botín, hará juego en mi vitrina. Ah, y traten de no arruinar el resto del animal, en tierra firme lo mostraremos como corona.

Casi de inmediato el señor Collins y dos de los suyos se dispusieron a mover la criatura, y el capitán, con voz de mando, ordenó volver a labores.

                                                                                  ***

Una feroz tormenta se desató en altamar, el señor Collins ya estaba dentro de la bodega afilando su daga, mientras sus dos hombres apilaban la pesca. En cubierta, nosotros nos las veíamos para mantener el curso,  los tripulantes iban y venían a traspiés haciendo caso a los gritos del capitán, pues  uno  de los botes auxiliares se había zafado de las sogas, y era necesario no perderlo, pues días antes, dos habían caído a las aguas sin que pudiésemos hacer nada.

El barco se mecía bruscamente al va y ven de las olas, el cielo escupía con furia sus envenenadas gotas, y haciendo conjunto con un feroz trueno que estalló en el horizonte, unos desgarradores alaridos nos sorprendieron desde la bodega.

Asustados, soltamos los lazos, dejando el robusto bote colgando de una sola cuerda. El capitán bajó a cubierta a paso acelerado, casi trastabillando y preparando su arma para el ataque. Los que estábamos en cubierta nos quedamos inmóviles y horrorizados, solo el capitán se acercó a la entrada de la bodega, donde parecía que se estuviera librando una terrible matanza.

Era difícil mantenerse en pie, yo me deslicé hacia babor sosteniéndome de las cuerdas, intentando aproximarme a la bodega, y de pronto,  un brazo ensangrentado cayó a los pies del capitán Sorensen. Sin duda era uno de los brazos del señor Collins, que aun agarraba macabramente la daga del diamante incrustado.

Los movimientos cesaron dentro del almacén, durante unos eternos minutos estuvimos a la espera de  las órdenes del capitán que permanecía exánime observando el siniestro. Recogió la teñida  extremidad, quitó la daga de la rígida mano y la lanzó a la nada, a la vez que nos  ordenó entrar a la bodega para descubrir lo que había ocurrido.

Uno de los hombres se negó a seguir las órdenes, asegurando que prefería caminar por la borda antes que entrar allí, desafiando la ira del capitán, que sin pensarlo dos veces, le disparó en el pecho.

Todo era confusión en  cubierta, el cielo rechinaba, y la tétrica tranquilidad que ahora invadía la bodega, solo era pasmada por los desapacibles movimientos de los rompientes. Finalmente, dos hombres fueron obligados a entrar; al ver que llegaban al fondo de la bodega sin percances, los demás les seguimos el paso, adentrándonos en la estancia.

Parecía un mercado saqueado el lugar, todo era caos y desconcierto. Los  peces estaban desparramados por cada rincón, pero además de ello, las partes desmembradas del señor Collins decoraban lúgubremente la mal iluminada bodega. La cabeza del pobre hombre había sido perforada por su propio garfio, y al recorrer más los alrededores, vimos reducidos a pedazos los cuerpos de los otros dos tripulantes.

Para sorpresa nuestra, la criatura no estaba allí. El  barco se batía endiabladamente, el cielo seguía acusando con su violencia,  pero no había rastro de ella.  Revisamos minuciosamente toda la bodega, pero en vano fue nuestro esfuerzo ¿A dónde  había ido?


Un horror colectivo se apoderó de la tripulación, que no sabía cómo afrontar una situación de tal calibre. Muchos fueron a esconderse en sus camarotes, algunos a la cocina, o a los barriles que estaban amontonados en proa, yo por mi parte me quedé dentro de la bodega con el capitán, quien  permanecía estupefacto frente a las ruinas de su despensa, aun con el arma cargada en mano.

****

Dimos cortos  pasos, ojeando en cada rincón, ansiosos, el capitán adelante, y yo unos metros atrás. La calma regresó a las aguas, la nave estabilizó su curso, y a las órdenes del capitán, toda la tripulación se reunió en el cuarto de máquinas.

El discurso fue corto y conciso, el capitán creía que la horrenda criatura había abandonado el barco después de acabar con la vida de los tres infortunados, y que sabiendo que le esperábamos para darle muerte, no regresaría a cubierta, así que, convencidos, todos volvimos a labores, eso sí, con el miedo latente e intacto por lo que había acaecido.

Serían las 3 de la mañana cuando unos disparos, precedidos de un angustioso alarido, me despertaron. Nadie salió de su camarote, solamente había dos hombres de guardia en cubierta, quienes casi a media voz me informaron que las descargas venían del cuarto del capitán.

Me apresuré a subir, y al abrir la puerta encontré al capitán moribundo y nadando en un charco de sangre. Sus dos piernas habían sido mutiladas y aun en su mano derecha sostenía con firmeza la pistola.

— ¡Dadme un poco de wiski antes de morir! —gritó al verme parado bajo el marco.

No pregunté que había sucedido, pues imaginé que todo tenía que ver con la criatura que suponíamos lejos de nuestro barco, perdida entre las aguas.

— ¡Le he vencido, le he vencido! ¡Allá, junto a la litera, le he logrado disparar… si llego a morir, di que ese hijo del diablo no pudo con este viejo zorro de mar!

Y prosiguió:

—Siempre pensé que lucifer vivía en el infierno y no en la profundidad de los océanos, es el mismísimo demonio… con tentáculos, ¡y yo le he vencido, yo le he vencido…!

Muy asustado me dirigí a la cama del capitán mientras este seguía gritando lo que parecía ser su mayor hazaña, y tal como aseguró, allí estaba aquel adefesio, empapado en su propia viscosidad, impactado por tres balas.

— ¡No está muerto! — grité al ver como sus tentáculos se liberaban y arrojaban al entablado una especie de demonio humano.

*****

Mi corazón se quiso salir del cuerpo, los nervios se me pusieron de punta, mis incrédulos ojos veían  una figura de características humanas, cuyo rostro solo se componía por una alargada boca. No tenía sexo, y a la altura de la caja torácica, había un enorme ojo, un ojo negro e intimidante, que parpadeaba, que brillaba lúgubremente.

Se puso de píe lentamente y con bastante dificultad, ahí me di cuenta que sus brazos eran mucho más largos que las extremidades inferiores, y que sus manos estaban formadas por decenas de pequeños y afilados  tentáculos.

Me alejé de prisa, queriendo arrastrar al capitán conmigo. Cuando regresé la mirada, el demonio aquel, trepaba las paredes y se disponía a arrojarse contra nosotros, fue cuando el ensangrentado viejo detonó un cartucho más, el barco se balanceó con tanta fuerza que salí disparado fuera de la habitación, logré levantarme, y corrí hacía los camarotes, mientras a mis espaldas una voz cavernosa e infernal anunciaba:

“Yo soy el cazador”

A pesar de mis suplicas, los hombres que estaban encerrados se negaron a dejarme entrar, así que tuve que ocultarme en la bodega, valiéndome de un gran esfuerzo bajo un montón de arenques. La angustia me estaba devorando el alma, permanecí inmóvil con la mirada fija hacia la entrada del recinto, que me permitía enterarme de lo que ocurría en cubierta, a pesar de la oscuridad que nos abrigaba esa noche.

 Nada sucedía, el barco iba y venía calamitosamente, casi al punto de volcarse  por completo. Desde mi escondite, iluminado por los resplandores eléctricos, pude ver un cuerpo que se arrastraba y gritaba pidiendo auxilio, trapeando con la sangre de sus heridas los entarimados, y tras de él, el cazador, a paso muy corto, que le alcanzó y sin ningún afán  se dio a la tarea de devorarlo con sus aserrados dientes. Ese fue el final del capitán Sorensen.

Y vino de nuevo el silencio, habría pasado una hora desde que yo estaba en la bodega, mis huesos trepidaban, era consciente de que debía escapar, así que me fui deslizando con sigilo hasta llegar a la entrada.

Tuve que esperar otros eternos minutos, unos terribles golpes curtían las puertas de los camarotes, los chillidos y los alaridos de los tripulantes eran espeluznantes. Sonaron varios disparos, algunos hombres se arrojaron al agua, los pobres miserables estaban dando la pelea, y aunque parezca mezquino, vi en tal alboroto mi oportunidad de escapar y salir con vida.

Pedí en mis oraciones que el bote aun estuviera sujeto a la cuerda, esa era mi única alternativa, corrí con tanta prisa que en un segundo estaba soltando la soga que para mí fortuna aún sostenía el aparejo, me arrojé al agua y con todas mis fuerzas comencé a remar sin rumbo.

Cuando estaba ya a unos metros del Lubeck, escuché los últimos baladros de espanto suplicando clemencia, y segundos después, vi al cazador trepar por la cubierta, deteniéndose para  mirarme  fijamente con su enorme ojo.

Estuve remando toda la mañana, hasta que perdí el conocimiento, y ahora gracias a vuestra bondad y a que vuestro barco me ha rescatado del infinito azul, estoy a salvo.

La tormenta no nos dará tregua, hay que reponer fuerzas para lograr anclar en tierra. Agradezco la generosa ración de comida que me habéis brindado, ahora quisiera beber un trago y luego irme a descan…

¿Oyeron eso? …¿Qué es tanto alboroto?... ¿De dónde provienen esos gritos?, me asomaré…vienen de la cubierta trasera… ¿acaso?...

 ¡Santo cielo es él…el cazador…ha regresado! ¡Que el mar se apiade de mi pobre alma!














 
                                         
















                                         

miércoles, 16 de diciembre de 2015

in combustione


P*
Para romper  la rutina,  y terminar la jornada como es debido —o al menos eso era lo que pensábamos—, solíamos mi amigo William  y yo, frecuentar las mancebías más selectas de la ciudad  una o dos veces en la semana, queriendo alejarnos de las formalidades y los compromisos.  
Ávidos de  gozo  y de placer, desparramábamos nuestra carne en los finísimos sillones del periodo rococó, tapizados  en exquisitas telas decoradas al estilo cartouche y bordadas con delicados filetes dorados. Botella en mano, y siempre sonrientes, en nuestro regazo  había siempre algunas señoritas dedicadas a la tarea de darnos su afecto, rebosantes de felicidad al ver como  nuestro dinero se quedaba en sus arcas.
Yo era profesor de lenguas en un bien nombrado colegio  a las afueras de la ciudad, contaba con 25 años y me había hecho víctima de los  vicios que a la juventud  más atraen. Mi amigo, un año mayor, ejercía las leyes, y era un astuto bribón de cuello blanco con un don especial para manipular a las mujeres. Vivió cientos de acalorados romances que le trajeron riñas, enfermedades, y amenazas de muerte, pero  jamás le vi acongojado a consecuencia de una ruptura amorosa. Por mi parte, experimenté pocas aventuras, no tuve mucha suerte con las mujeres, el miedo al fracaso y la vergüenza pública terminaban ganándome la partida; solía mostrarme recio, hasta que alguna  lograba romper la barrera, pero,   a pesar de las prevenciones, y para colmo de males, o para dar razón a mis temores, el día en que decidí entregarme abiertamente al amor, fui traicionado,  y avergonzado.
William   jugó un papel trascendental en un momento tan confuso de mi vida, me encontraba perdido en los ojos de una mujer que me había engañado y  había defraudado mi cariño, y  él, interesado en mi bienestar, y en que recuperara la dicha perdida, me invitó a conocer un mundo de placeres infinitos, del que era parte hacía  mucho tiempo. No quiero aburrirte con parlamentos morales, mucho menos con historias juveniles de amores perdidos, así que trataré de ser puntual, proseguiré.
Fue entonces cuando comencé a frecuentar  los prostíbulos, las casas de juego y las tertulias en casa de gentes poco conservadoras.  Los compromisos y sentimentalismos que tanto han inspirado  al hombre, se desvanecieron en mi nueva forma de ver la vida, y solo era válida, la experiencia adquirida, y el placer, costoso, pero bien recompensado.
Comenzamos a visitar en el mes de noviembre de cierto año, un cabaret que había abierto sus puertas al público unos días antes.  Era un lugar bastante elegante, en el que cualquier cliente hubiese podido llevar a su esposa a tomar una copa de coñac, sin levantar sospecha de sus “vulgares” andanzas.
Fuimos bien recibidos por Madame Devany, y por la mayoría de las señoritas,  que en cada visita, se hacían más cariñosas, y nos daban su absoluta confianza, y nos amaban también,  sin condiciones,  y sin restricciones.
 Nuestras “huidas” eran cada vez más habituales, el buen servicio, la buena compañía, y el muy buen escoses nos  entusiasmaban  tanto, que recuerdo haber pasado alguna vez 7 noches seguidas allí, extraviados del camino del buen comportamiento.
Por esos días había fijado toda mi atención  en una dulce criatura que casi siempre permanecía sobria y alejada de las mesas más solicitadas; no merecí en todo el tiempo que estuve tratando de llamar su atención una sola mirada por parte de sus ojos de gata, y su esencia me  intimidaba de  tal manera, que ni  siquiera me atrevía a acercarme y ofrecerle un trago.
William se percató del asunto, y de todo el interés que demandaba en mí la belleza de aquella,  se me hizo a un lado mientras clavaba sus ojos saltones en su efigie, me tomó del hombro y mientras me pasaba una copa de gin,  preguntó por qué no me había atrevido aún a cortejar la dama de mis pretensiones.
Le confesé que llevaba días contemplándola y que aunque tenía suficiente dinero para acceder a sus servicios y comprar su amor, no sacaba fuerzas para romper el hielo y hacerla la mujer de mis deseos  inmorales. Quizá no existía una atracción física, por eso no valía la pena hacerle una oferta, o tal vez conocía mi presente y el de mi amigo, y estaba convencida de que era un fanfarrón, por eso no razonaba en  si yo gustaba o no de  sus atributos… quizás ni siquiera había notado mi existencia, y ni se habría enterado de mis frecuentes visitas, o lo más seguro es que… perdóname, vuelvo a divagar, en éste momento eso no tiene importancia, lo que vino después fue tan traumático, que su solo nombre es algo aborrecible  hoy en mi presente.
¿Has oído hablar sobre la co…? Mejor deja que narre lo que sucedió esa noche, y no te apresures a conocer solo el final de esta historia.
**
Will me dio un golpecito y sonrió de manera muy picara, vació su copa  de un apasionado trago, y se encaminó en dirección a la señorita. No pude evitar sonrojarme, fue como si un volcán hiciera erupción en mis mejillas, no era correcto que mi amigo pusiera la cara por mí en una situación relacionada con la fogosidad, no era lo adecuado, pero así sucedió. No tengo conocimiento de lo que le dijo en ese corto cruce de palabras, pero resultó tan efectivo, que la bella dama me miró por vez primera, soltando en sus labios una perversa risotada.
El buen William volvió ante mí con aire de victoria, y antes de retirarse a su mesa me dijo a medio susurrar:
“Prepárate muchacho, vas a tener que apagar un feroz incendio”
Antes de que pudiera reaccionar, ella se me acercó y ofreciéndome un trago se presentó, con la voz más  dulce y amable que un mortal haya escuchado, haciendo que mí carne se estremeciera y que de nuevo mis mejillas se encendieran.
Ante mi presencia, su voluptuosidad se hizo más notoria, era dueña de los más irresistibles encantos, sus atributos eran magia hecha carne, además, al tenerla tan cerca, me fue imposible no fijarme en sus labios, finos y muy rojos,  unos labios lascivos, pero evidentemente afectados por unas pequeñas y desagradables llagas, una especie de ulceras recubiertas en una delgada y  transparente capa de piel, como aquellas que aparecen luego de haber sufrido los males de la calentura.
No  queriendo ser descortés, la invité a sentarse conmigo en la mesa que ya tenía reservada, ella, amablemente aceptó mi ofrecimiento, y acompañados de un par de candelabros, bebimos una botella de Dom Perignon, para saciar la sed en  una charla que se hizo amena y muy fluida.
Las copas  iban y venían, igual que las miradas y las carcajadas, a pesar de que ambos éramos algo tímidos, hubo una buena conexión, y al parecer, una extraña atracción física. Yo, en más de una ocasión,  me centré en lo irregular de sus labios, me causaba algo de escozor verlos tan lastimados, y aunque ella lo había notado, fue amable, y tan solo volteaba el rostro o agachaba la mirada, y hasta más de una vez, respondió con caricias a mi irresponsable imprudencia. Imagino que a tu edad has vivido “algunas cosas”,  por eso no traeré a colación los temas que fueron discutidos en la mesa. Iré un poco más allá.
Las horas paseaban con prisa, el licor hacía su parte y el deseo se mostraba irrefrenable, la señorita buscaba mi boca desesperadamente, pero yo trataba de disimular mis nulos deseos de besarle—no era asco, ella en verdad me atraía— así que le propuse ir a uno de los cuartos y acabar la tarea que hacía rato habíamos empezado. Ella aceptó entre carcajadas, se soltó el cabello y me tomó de la mano para ir juntos en busca del añorado fruto.
Cuando nos levantamos de la mesa, busqué en los alrededores a William, pero me fue imposible ubicarlo en tremenda algarabía que se vivía en el salón principal.
***
Estando en la intimidad del cuarto, mi deseo por su carne se hizo incontenible, y antes de que ella tomara la iniciativa, me abalance como una bestia sobre su cuerpo; poco me importaba ahora  la situación de sus labios, el licor me había dado la fuerza suficiente para olvidar un poco, así que me lancé con arrojo hacia el convulsionante mar de su boca y la besé de tal manera, que algunas de las llagas se reventaron, haciendo mezclar en mi saliva aquel liquido amarillento  que  emanaba de ellas.
Sus curvas y sus proporciones eran todo lo que necesitaba para ser feliz, la perfección de sus formas, el balanceo de su carne sobre la mía, y esa manera de mirarme mientras me vendía su amor, me llevaron al éxtasis, a un profundo e inagotable delirio. ¿Sabes qué es el delirio?
El delirio al que hago referencia, el delirio carnal, el delirio de los delirios, poco a poco se fue convirtiendo en la peor de las pesadillas, en la más infame experiencia vivida y aún hoy, después de tanto tiempo, sigo orando por el alma de aquella desventurada que perdió la vida de una manera tan inexplicable como horrible. No te burles si paso saliva, o tartamudeo, esto fue lo que sucedió después.
Como he dicho, disfrutábamos del momento íntimo de forma muy apasionada, ella se había  apoderado del control, y hacía  con mi cuerpo lo que se le venía en gana. De repente, sentí como la temperatura de su cuerpo se elevaba, su piel sudaba a cantaros, y las risas y gemidos cambiaron por un enfermizo semblante y un estrepitoso jadeo entrecortado.
Hice que se recostara y le pregunté que le pasaba, como se sentía, el porqué de su malestar, y mientras  le servía un vaso de agua helada, me contó que desde hacía días  estaba sufriendo un constante cambio de temperatura corporal que no sabía a qué atribuir, quiso tranquilizarme diciendo que no había por qué preocuparse, que el médico de Madame Devany vendría la semana próxima y seguramente daría respuesta  a aquel extraño padecimiento, y, suspirando hondamente,  después de refrescarse con  el líquido vital y  sacudir la cabeza de un lado a otro, se fue de nuevo ante mí, haciéndome suyo por segunda vez.

Las cosas venían bastante  bien, y la señorita —cuyo nombre no diré, y que Dios se apiade de su alma—, me regaló algunos minutos de confort y placer, que yo no quería quebrantar,  hasta que puse mis ojos nuevamente en sus labios, y vi como las llagas ahora eran más pronunciadas y dejaban brotar de si, una mezcla de agua y sangre que corrían  en forma de hilo por su barbilla, llegando hasta su pecho. Me distraje y no pude hacer más que mirar reiteradamente sus labios, aterrado, y con náuseas.
Ella  parecía no querer detenerse, estaba encima de mí y se movía como una condenada,  de nuevo sentí como su piel me quemaba, y el sudor que resbalaba por su blanca piel ardía cual agua hirviendo. Por fin se percató de lo que estaba sucediendo, y horrorizada, detuvo el movimiento.  Yo no pude hacer más que  observar el terror de su rostro, sin proferir un sola silaba, sin siquiera poder mover un dedo para quitármela de encima. Se retorcía monstruosamente y vociferaba de dolor,  el calor de su cuerpo se comparaba al de un fogón en brasas, se llevó las manos a su boca, y un espectral alarido retumbó en el cuarto;  ¡oh terror de los terrores! su cabello negro se incendió de repente con una pequeña llama que se inició en su cabeza y se dio  a consumirla de arriba abajo, ferozmente, como un cirio que es arrojado a la hoguera, y se disuelve  en las llamas; su carne desapareció entre quejidos sin que yo pudiera socorrerla, rápidamente su rostro y su tronco se convirtieron en una masa negra y mal oliente  que se desintegraba sobre mí, pero ni las sabanas, ni yo mismo, y nada que hubiese al rededor  sufrimos un solo rasguño, una mínima quemadura.
La otra parte de su cuerpo aún estaba encima de mis piernas, y se sacudía angustiosamente, se sacudía como un coro de gusanos  queriendo escapar de mi desnudez. Espantado por tan macabro episodio, logré arrojarla de la cama y salté a arrinconarme junto al closet, mientras las extremidades de la infortunada iban y venían tropezando torpemente contra  los muebles, como buscando el resto de su cuerpo, desesperadamente.
Yo parecía una rata acorralada, los apesadumbrados gritos que desgarraron mi garganta fueron tan terribles, que William apareció en mi auxilio junto a Madame y algunos hombres y mujeres que no creían lo que sucedía en aquella habitación; el medio cuerpo aún daba pasos atormentados ante los sorprendidos ojos de los espectadores que buscaban despavoridos huir de allí, y al fin se detuvo, al tropezar con Madame Devany, que cayó desmayada casi de inmediato, y quien según el médico que la revisó horas más tarde, estuvo a punto de tragarse su propia lengua.
Cuando los forenses fueron a iniciar la investigación, encontraron el cuarto lleno de hollín,  una capa de humo flotando pesadamente y los despojos del  cuerpo tirados junto a la puerta.
Hice las declaraciones pertinentes y narré la historia tal como te la cuento hoy, William actuó en mi defensa, y logró que no se requiriera mi presencia mas que por unos dìas en la oficina del comisario. El burdel cerró sus puertas desde el fatídico episodio, y de Madame Devany no supimos nada más. Aunque hubo algunos testigos esa noche, de lo que pasó se habló muy poco, la concurrencia se limitó a guardar silencio y a olvidar lo acaecido, yo traté de hacer lo mismo, en realidad aún sigo tratando.
William estuvo investigando varios dìas por su cuenta, basandose en los detalles de mi  desesperada narración, y compartiendo información con algunos de sus contactos— quienes extrañamente se tomaban muy en serio aquellos eventos alejados de lo racional—,  llegó a la conclusión de que se trataba  un caso de Combustión espontanea, poco usual, y de carente fiabilidad en el perímetro judicial y científico.
Cuando William se acercó a la jurisdicción para exponer su hipotesis, fue totalmente ridiculizado,amenazado y hasta se le prohibió volver a hacer mención del absurdo. Eso no le impidió que se adentrara  en las profundidades de lo que parece insondable, lo que viví, y lo que él mismo vió le perturbó tanto, que se prometió no morir sin tener antes una respuesta lógica y tangible del asunto, así es Will.
Tengo entendido que la desventurada  señorita no tenía pariente alguno, eso fue lo que se nos informó, y que sus restos fueron enterrados en una fosa común. El tiempo me ha ayudado a olvidar un poco, pero a veces en las noches sueño con aquella dama vendiéndome su amor, y luego, quemándose viva sobre mi cuerpo.


  

domingo, 2 de marzo de 2014

Elena





Llegué a la mansión Chrysler  la noche del 4 de agosto.  El lugar se hallaba abandonado  desde hacía tiempo.  Sus antiguos residentes, apenados por el fallecimiento prematuro de la hija menor del matrimonio  a consecuencia de una terrible y extraña enfermedad en la sangre, no pudieron soportar el peso de los recuerdos, decidiendo más bien,  alejarse de todo lo que trajera  a su memoria la efigie de la señorita.
 Dos años más  tarde, en el verano de 1857, el viejo  enfermó y murió de pena moral, sentado frente a un cerezo, en una casa de campo.  De la señora Chrysler  no se supo  nada más, después del funeral de su esposo no se le volvió a ver.
 La casa iba a ser habitada de nuevo por una adinerada familia venida de Baltimore.  Betty Chrysler, la hija mayor y única heredera de la desventurada prole, me contactó el 25 de Julio con interés de que  la firma con que yo trabajaba  entonces, se encargara del traspaso de bienes  y el peritaje estructural solicitado por los nuevos dueños.
Mientras revisaba algunos documentos, y llegábamos a ciertos acuerdos, me contó la historia de su hermana menor, Elena,  quien  en la infancia gozó de muy buena salud, y a la que se vio siempre radiante cual rosa fresca, corriendo por entre los jardines  y jugueteando aquí y allá; los años pasarían  y la  joven  muchacha ahora  preferiría  el encierro de su  fría habitación, las lecturas nocturnas, y el ensimismamiento en los oscuros rincones de la mansión, jamás alguien supo a qué atribuir el radical cambio de su personalidad. En la plena flor de su belleza, atrapada en una palidez lamentable, murió, acostada en su lecho, vigilada por la desconsolada mirada de su padre y ante los impotentes esfuerzos del médico familiar.
Tratándose de un contrato tan importante para la firma Walters & Sons, se requirió mi estadía en la ostentosa mansión por lapso de 3 días,  era yo quien debía  garantizar  que el  suntuoso edificio fuese  un lugar apto para alojar una familia que incluía tres niños pequeños.
Me encontraba de pie frente a una señorial escalera en forma de caracol, de la cual se desprendían  largos y empolvados corredores  que conducían a las habitaciones  y al ala superior  de la casa.  Las frías paredes del salón principal, ataviadas por toda clase de pinturas, de retratos familiares, y  reliquias inmemorables,  me recibieron en esa soledad  escalofriante que me hizo suspirar  mientras observaba cada detalle en la decoración de la estancia.
En las vitrinas y en los estantes se destacaban los trofeos y las finísimas y exquisitas  piezas de porcelana italiana al estilo capodimonte, dominadas de punto a punto por las partículas de polvo que flotaban o se arrastraban por cada rincón de la mansión.
Levanté mi portapliegos y el ligero equipaje  que me acompañaba, y me encaminé al segundo piso para echar un vistazo  a las habitaciones y demás  salones del ala más grande del edificio.
La señorita Betty  me había entregado un manojo de llaves, dándome la libertad que requería para cumplir con mi empresa de  evaluar minuciosamente la condición de cada cámara  en la mansión.  Además, debía buscar una alcoba para instalarme cómodamente durante los tres días que permanecería   allí, preparar el fuego en la chimenea, y servirme la comida.
Me ocupé primero en  la cena;  mientras las verduras se freían en una ennegrecida cacerola  y el pato se cocinaba en el horno, acomodé unos maderos en la chimenea; mis manos, y a decir verdad  toda mi piel, trepidaban de frío; las cortinas iban y venían, estrellándose contra los vidrios de los ventanales de madera, efecto que le producían las heladas corrientes de aire.
Luego de cenar la maravillosa ración, y de beber otra copa de shiraz, subí  las escaleras para ir en busca de una habitación; era ya muy tarde,  el día había sido largo y agotador, y mis ojos apenas podían permanecer  entre abiertos.
Escogí el ultimo dormitorio  de la fila derecha, que supuse, tendría vista al patio trasero. Después de algunos intentos, y con un candelabro de tres copas en la mano, logré dar con la llave que abría el cerrojo  de la pesada puerta.
El recinto era tan sombrío que la débil luz de las velas apenas me dejaba reconocer la silueta de algunos muebles con los que no quería tropezar.  A diferencia de los demás  cuartos que ya conocía en la mansión, este se mantenía ajeno al olor a polvo y humedad, y había algo en él que me atraía, que me llevaba con la fuerza que arrastra un imán a un clavo. Por fin crucé el umbral que me separaba del corredor, y me adentré como extasiado por una música fantasmal que se reproducía de vez en cuando en mis oídos. Logré ubicar un par de candeleros en una de las  repisas  de arce, y al darle vida a los cirios que allí se aferraban, tuve ante mí una hermosa y bien decorada sala, a la que parecía jamás haber afectado el abandono por parte de la mano del hombre. Las sabanas de la cama eran blancas como la nieve, las cortinas conservaban el color  vivaz de su carmesí persa, el piano vertical ubicado junto al tocador me mostraba sus refinados acabados  en la tapa que cubre el teclado,  y un profundo olor a almizcle brotaba de la nada, como si un jardín etéreo  hubiese sido plantado allí mágicamente; todo era ensueño, todo era un ideal, pero fue un retrato lo que acaparó toda mi atención, mi concentración, el todo de mis sentidos; en él,  la imagen de una bella joven.  Una cándida señorita, una criatura, dueña  de toda gracia, de toda belleza, ¡ella era la belleza!
Aunque había melancolía en el café eterno de sus ojos, y sus labios delgados y pálidos dibujaban  un gesto de angustia en su semblante, su piel nívea y dócil me la mostró  como la más bella  de entre todas las que habían venido al mundo. La contemplé largo rato, abstraído a consecuencia de sus encantos, dominado  por un sentimiento de nostalgia y de pesar; en la parte trasera del  pequeño marco habían unas palabras: “Elena, marzo de 1855”, entonces me di cuenta, de que se trataba de la fallecida hija menor  del matrimonio Chrysler.
Me recosté sobre la cama con el retrato en las manos, preguntándome como  una criatura tan bella podía haber sufrido tan cruel destino;  había en sus ojos un mundo distinto al que mis ojos conocían,  su esencia  parecía estar apoderándose de  mi corazón.  Dominado por aquella música fantasmal, y por la melancolía que extrañamente  envolvía a mi corazón,  fui quedándome hipnotizado, con la viva imagen de Elena  plasmada en mi alma.
Habría pasado solo un instante desde el sopor,  y  de pronto, me sentí  víctima  de un inexplicable efecto  que embriagaba  todo mi ser. Logré abrir los ojos para darme cuenta que la habitación en donde me encontraba  había sufrido una transformación  demasiado notoria para lo  que recordaba de unas horas atrás.
Estaba acostado en una alfombra negra como la noche, cálida, muy agradable al tacto. Todo el lugar se veía invadido de pequeños candiles, colgados aquí y allá, el olor a almizcle era remplazado por un incienso fuerte, fundido con el vapor de rosas en agua, de extravagantes aromas jamás percibidos en el nuevo mundo, fragancias exóticas que me mantenían alejado de la conciencia.
De la nada, y como enfundada por la luz tenue de las velas, apareció ella, Elena, vestida con finas telas negras,  imponente como el rayo, con la mirada altiva y los labios entreabiertos.
Se dejó caer sobre mi cuerpo extasiado lánguidamente,  su respiración cálida y agitada rebotaba en mi piel como la brisa de una ensoñación pasajera, sus dedos fueron invadiendo mi pecho, hasta que se decidió a morder mis labios.
Recorrió mi cuerpo con el vaivén de su lengua,  hizo que mi piel temblara con cada uno de sus besos , contó a mis oídos las más dulces historias de amor, me prometió un paraíso a su lado, y jugó con mis pensamientos hasta dejarme quebrantado.
Parecía la eternidad aquel momento,  sus ojos  jamás dejaron de mirarme, ella era el amor y la angustia al mismo tiempo, era la luz y la oscuridad, el jardín donde florecían todos los placeres, el abismo que había decidido hastiarse con mi carne.
Por fin pude abrazarle, y fue cuando sus colmillos se hundieron ferozmente en mi cuello; no se veía decidida a liberarme de aquel dulce martirio, el gemir delicado de su garganta, y sus garras aferradas a mi pecho, me  provocaron el éxtasis, haciendo que desmayara en una irregular mezcla de placer y delirio.
Desperté agitado como la mar tormentosa, gritando su nombre ante los solitarios rincones de la mansión. Las velas del candelabro habían sobrevivido a ese instante, y  la estancia se tornó tan lúgubre como nunca había sucedido.
Mis manos se aferraban aun al retrato de Elena, pero ahora las facciones de su rostro eran distintas.
No existía la melancolía en el café eterno de sus ojos, en cambio,  había una mirada altiva y provocadora en aquel par de perlas, y en sus labios delgados y delicados, se dibujaba una sonrisa de placer incontenible. Había también un par de gotas escarlata  brotando de ellos, y en mi cuello la marca imborrable  de sus fieros colmillos.

sábado, 22 de junio de 2013

Alexa

 La región  de dónde vengo  es  sin duda la más  misteriosa y placentera  de la tierra.  El valle, dotado  de una belleza incomprensible,  es abrazado por  una cadena de montañas que se elevan de manera imponente, con cimas tan amplias e inaccesibles, que  a ningún hombre permitirían llegar. Una  enorme cresta de bordes  suaves y  jaspeados que abre paso al poblado, es rodeada por  ejércitos de cipreses milenarios  y caminos de roca firme que se dejan bañar por las aguas más transparentes  que nacen en las gélidas cumbres de las montañas. 
Parece que  nací y crecí  en un lugar olvidado hace ya mucho tiempo, un lugar  poblado  de historias  que a nadie interesan, hogar de edificios deteriorados y  verdes prados, de abuelos timoratos y perros taciturnos. Ese fue el lugar que me  alejó  de las perversiones  de las grandes ciudades, fue la tierra que me enseñó  a vivir de una manera simple y reflexiva.
Para ese entonces no sabía lo que era amar una mujer, y aunque amaba las nubes, y amaba el olor que adquieren las hojas de los libros cuando con el pasar de los días envejecen sobre los estantes rígidos, jamás me  había entregado en  cuerpo, en alma y en conciencia a la carne de una de ellas.
La mayor parte de mi juventud transcurrió en soledad,  alejado de las ideas mundanas,  de los peligros que vulneran el alma, más  bien,   acompañado por los extensos volúmenes de literatura que me servían de almohada cuando el cansancio me alcanzaba, y también, de la luz de las velas, que  amablemente extendían mis noches con su fuego manso y atractivo.
Jamás necesite de los besos de una criatura esbelta, porque nada me atraía más que el brillo de la luna de junio, y  tampoco anhelé una caricia suave por parte de unas manos delicadas,  porque  el eterno romance que vivía con las estrellas, entusiasmaba mi corazón más que cualquier otra cosa.
Amar es un verbo que no se puede conjugar en  todos los corazones;  para recibir hay que ofrecer, ofrecer mucho,  pocos están dispuestos a darlo todo en nombre de un afecto, y en tal caso, yo no podía darle a una mortal el amor que le debía a las luces del conocimiento,  eso podría calificarse como traición, y a la traición se le paga con sangre.
Aunque algunas señoritas intentaban hacerme conversación, no queriendo yo ahondar en sus temas de índole romántico, lograba evadirles con la excusa de querer ordenarme  como sacerdote. No quería proporcionar interés a parlamentos insípidos, pláticas  que se consumarían en situaciones incomodas y  pasiones fugaces, la mujer  de mis pretensiones parecía no existir en esta dimensión, aquella dama era tan solo una idea que vivía impregnada  en mí como una  quimérica ambición,  prefería por lo tanto, mantenerme alejado de tales vicisitudes.  
Era habitual que cabalgara en mi caballo para dirigirme hacia el monte; allí, en alguna superficie llana, me recostaba en la hierba  y  me refugiaba  en el calor de una hoguera, dejaba que pasaran las horas mientras mis pupilas se perdían en  el  firmamento, que  en posesión de los astros me hipnotizaba,  y cuando me daba cuenta que  era ya muy tarde, trepaba en la silla de la paciente bestia, y regresaba a  mi hogar.
En una de esas excursiones  por entre los pasos de montaña, descubrí por causalidad un portentoso santuario  que se erigía muy cerca de una hilera de sauces. La edificación de arquitectura antigua, se encontraba abandonada en su totalidad, gran parte de los vitrales aun acompañaban los ventanales de hierro, y la puerta de madera maciza permanecía cerrada, asegurada con un par de cadenas oxidadas. Por entre los caminos que conducían a una pequeña capilla,  reconocí un camposanto  tupido de tumbas y figuras de  mármol en representación de ángeles y apóstoles, me aproximé para detallar el lugar,  y noté en algunas lápidas, que las inscripciones eran antiquísimas, y que pertenecían a hombres y mujeres que habían servido  antaño al Señor.  No quise cruzar la reja,  por respeto a los cuerpos que allí reposaban, y más bien,  para saciar mi curiosidad, recorrí minuciosamente  la zona, y al no encontrar algo extraordinario, me tendí boca arriba en un denso pastal.
El día ya se había ido, y aun en tinieblas, podía distinguir la silueta del viejo santuario que se encontraba tras de mí, tan silencioso, tan tranquilo y a la vez tan amenazador.
Esa noche la cúpula celestial me brindaba un espectáculo tan admirable y aplacador, que mientras las nubes iban y venían en rededor de la luna, fui quedándome dormido, al ardor de los leños, y arrullado por el susurro melancólico del viento que caminaba a pasos agigantados por aquel   paraje tan irregular e intimidante, pero igualmente imperado  en absoluto por  la magia de la escena nocturna.
El plácido descanso en el que me encontraba sumido, se vio interrumpido por los relinchos del caballo, al que había dejado atado por una soga en el robusto tronco de un ciprés; el formidable animal era intimidado por una figura humana que a primera vista no pude detallar. Me incorporé sobresaltado, y dando unos pasos adelante,  pude ver como una esbelta  mujer pasaba sus manos por entre la crin de la bestia. Me aproximé lo más que pude y antes de quedar en frente suyo, se giró tranquilamente y se dispuso a caminar cuesta abajo.
Me quedé plantado, inmóvil y aturdido a consecuencia de su  perfección .  En mis días jamás vi un rostro con rasgos tan finos y delicados, de ningún poeta oí mencionar alguna vez, la existencia de unos labios más seductores, y sus ojos, sus bellos ojos negros, profundos como un abismo, grandes y brillantes,  dotados de toda magia, parecían dos gemas exóticas,  engarzadas en la más sofisticada  pieza de joyería.  Cuando me dio la espalda, clavé la mirada en sus cabellos negros y rizados, que envolvían sus tentadores  hombros cual las lianas del árbol de la sabiduría, ¡oh sus cabellos!, inhalo el aroma de un incienso desconocido, cuando llega a mi memoria el recuerdo de su brillante cabellera.
  Pensé que ella era, igual que yo, un alma solitaria, que buscaba en las tierras apartadas, reconfortar un espíritu insatisfecho.  La seguí sin disimular mis ansias de descubrir todo en ella, y me atreví a poner mi mano sobre su hombro,  volteó la cara, y cuando me deleitó con  sus dientes perlados, blancos y luminosos, cuando frente a mi rostro tuve su sonrisa, esa que  brillaba tanto o más que la esfera celeste  que desde arriba nos espiaba,  sentí un fuego en el vientre, tan intenso e inexplicable, que me indicaba el síntoma de un primer amor, un amor único e incontrolable, desmesurado desde el primer instante.  
Sin decir una sola palabra, me tomó de la mano, haciéndome sentir una especie de   electricidad que se adueñaba  de cada partícula que conformaba mi ser; no bastó más que una mirada, más que un  sollozo, para que yo cayera rendido ante sus encantos. 

 Ahora sabía lo que era amar a una mujer, no habían pasado siquiera dos horas, y  yo ya la amaba con locura. Sin dejar de sonreír, se recostó en el suelo húmedo, y elevó su mirada hacia la casa de las nubes. Yo no podía hacer más que contemplar su hermosura; la transparencia de su piel vaporosa y cristalina,  me envolvía en un manto de ensoñaciones pasajeras que se inmortalizaron en mi corazón, en mi ebrio corazón.

— ¿Quién eres? — Pregunté casi silenciosamente  mientras me recostaba junto a ella, pero de sus labios carmesí no escuché palabra alguna — ¿De dónde vienes criatura hermosa?—
Volvió a sonreír y otra vez llevó su mirada al firmamento.
— ¡Te amo, Te amo con todas las fuerzas de que hay dentro de mí!, déjame saber quién eres, de dónde vienes y por qué has venido hasta a aquí, ¿Acaso es mi destino entregarme  a ti sin medida y sin razón?
Tampoco hubo una respuesta.
De manera delicada se puso de pie, y me invitó a tomar su mano nuevamente, sin  proferir una sola palabra. Casi sintiendo que flotaba por encima del suelo, y dejándome llevar por el éxtasis que me resultaba su compañía, me fui tras ella mientras me conducía hacia la parte más alta del terreno. Esa zona no era desconocida para mí, pues en cuanto nos aproximábamos, yo reconocía la silueta oscura del imponente santuario que horas antes había encontrado.
Antes de que ella volteara el rostro,  me vi dominado por una parálisis que me impidió siquiera dar un paso. Su mano se zafó bruscamente de la mía, y se fue alejando, dirigiéndose  lánguidamente hacia la intersección  que conducía a la pequeña capilla.
La sangre se me congeló al darme cuenta que la silenciosa mujer  que yo amaba, abría la reja  del camposanto y se encaminaba hacia los sepulcros. La movilidad volvió a mis extremidades, marché con prisa hacia donde ella estaba, pero tuve que detenerme antes de llegar a la reja, cuando vi aterrado como  su silueta traslucida y vaporosa, se iba hundiendo en una de las sepulturas.

Espantado, atravesé la rejilla, y me dejé caer bruscamente cuando llegué a la tumba donde mi amada había desaparecido, encendí un cerillo para examinar la inscripción que había en la losa, y esto es lo que decía:

“Ni siquiera la frialdad de este sepulcro podrá retener la eterna  sonrisa de Alexa”

Sin saber cómo reaccionar, me puse de pie mientras de mi mano caía un puñado de tierra seca que había tomado  de su sepultura.  Dudando de mi cordura, y confundido por la extraña vivencia, me encaminé hacia el poblado, en tinieblas y hecho un mar de cuestiones, perturbado, con el corazón aun palpitante.


Cuando  suspiro a causa de su recuerdo, y cuando a mis labios viene su nombre, me transporto a esa noche en que me enamoré, jamás la olvidaría, y a ninguna otra podría amar más que a ella.
 Constantemente visito su tumba en las noches, con la esperanza de volver a verla, con el deseo vehemente  de tener frente a mí sus misteriosos ojos negros. 

martes, 14 de mayo de 2013

Marieta




Marieta y yo éramos felices con lo poco que teníamos. Nos habíamos acostumbrado  a vivir de una manera modesta, alejados de la opulencia y los caprichos de la gente adinerada.
Ella desde siempre fue mi gran amor, no recuerdo un solo día en que  no la hubiese amado. Tuvimos que  combatir todo tipo de adversidades para poder estar juntos, y el precio que costosamente tuvo que pagar,  fue renunciar a la comodidad que sus padres le ofrecieron desde que era una niña, olvidarse de los lujos y los banquetes, de los costosos vestidos y los cofres llenos de joyas, debió olvidar el salón de baile y los paseos a caballo por la rivera,  todo eso,  por amor. No tuvo problema en aceptar la vida moderada  que un humilde labrador de madera podía ofrecerle, era feliz a mi lado, y yo me sentía el hombre más dichoso por haber ganado su incondicional cariño.
Muchas veces sus padres fueron a buscarla a la cabaña en donde vivíamos,  la insultaban por haberse casado conmigo, le auguraban infelicidad a mi lado, le pedían casi arrodillados que recapacitara, le aseguraban que aún había tiempo para enmendar los errores.  Ellos pensaban —como todos los acaudalados de la región—que para ser felices debían tener los bolsillos repletos; eso a ella no le importaba, me defendía  a capa y espada, como toda una dama, se mostraba presuntuosa ante el mundo cuando hablaba de mí, yo era su bienestar, yo era la razón de su vida.
Y en cuanto a mí,  fui víctima de los insultos y la ira de los suyos, de sus altanerías y en más de una ocasión de sus golpizas; poco me importaba, pues su sonrisa aliviaba cualquier daño, ella me adoraba y había jurado estar conmigo en la salud y en la enfermedad, en la fortuna  y en la pobreza, en la vida,  y en la muerte.
Vivíamos en una vieja cabaña que se situaba en medio del campo abierto; Marieta adoraba  las flores, así que poco a poco, le dimos vida a  un jardín enorme donde ella pasaba  largas horas hablando con los lirios y mimando los tusilagos, saltando entre tulipanes y sonriendo  a los jazmines coquetamente, siempre radiante, con esa belleza que le hacía ver como una flor más, una flor que parecía no marchitarse, una flor de pétalos dorados que se mantenía con mis marrullerías. Debes imaginar cómo era nuestra vida refugiados en el campo, lejos de la mirada del hombre, contemplando cada atardecer, bautizando las estrellas, besándonos bajo los árboles como dos chiquillos inocentes. ¡Qué días aquellos! juntos vivimos momentos bellísimos,  pero  el destino tenía otros planes para nosotros, no todo podía ser un colchón de nubes, no todo podía ser pan y miel, la muerte se llevó el aliento de Marieta, llevándose también mi vida a su sepultura. Esto que hoy  te cuento mi hermano, no es una historia fantástica, ni la quimera de un hombre perturbado que se sienta contigo a beber una copa, por el contrario, es el fiel relato del amor más puro y admirable que alguien vivió jamás, un amor que traspasó las barreras de la muerte, uno que hoy y en la eternidad, enlazará como un fuerte eslabón nuestras almas.
**
Se celebró la primera semana de Octubre un jocoso festejo en la Villa. Todos anhelaban las fiestas con afán, pues no existían otros días en  que las gentes pudieran embriagarse sin pensar en consecuencias. Hasta los más adinerados renunciaban a sus principios en el bailoteo que mezclaba a unos y otros, a humildes campesinos con  grandes señores, y  a señoritas educadas con atrevidas cortesanas.
Marieta había guardado cama por esos días, se le veía muy pálida, y no dejaba de toser. Mientras todos bebían y coreaban a grito herido, mientras allá afuera todo el mundo se deleitaba y desistía a sus modales, yo  me ocupaba en cuidarla día y noche. Enfriaba su frente con paños húmedos cuando parecía encenderse el infierno en su pobre cuerpo, o la arropaba con otra frazada cuando en la madrugada trepidaba de frío.  Fueron en verdad días de indecible angustia. Hablamos muy poco entonces, tomaba mi mano para hacerme sentir cuanto me adoraba, pero no le vi sonreír nunca más.
 Debía salir en busca del médico, era primordial que viera a Marieta, hora tras hora declinaba su apariencia, ya no había luz en sus ojos, y ya no había fuerza en su espíritu.  
Aún faltaba un par de horas para que el sol cayera, no era mi deseo  dejarla sola, pero al  ver su situación, y necesitado de algunos suministros, dejé la cabaña para encaminarme a la plaza principal.
Todo allí era caos y algarabía, en los andenes dormían los borrachines que ya sin sentido se habían dejado caer, los músicos parecían no conocer el cansancio, y hasta los perros corrían dichosos tras los muchachitos que les jugaban en las estrechas calles.
Me encontraba ya frente a la casa del doctor, al  tirar la aldaba del portón, asomó su esposa, quien de manera arrogante aseguró no poder interrumpir al importante hombre en una de sus muy habituales reuniones sociales. Insistí cuanto pude, le enteré a la brusca mujer lo urgente de mi visita, pareció no importarle mucho, me tiró la puerta en la cara dejándome una espina en la piel.
Grité un par de veces frente al andén rogándoles que salvaran la vida de mi Marieta, pero no recibí respuesta alguna; la impotencia que condiciona a los que somos humildes se convirtió en una fúnebre inquietud, no quedaba más que regresar junto a ella , no podía ofrecerle  más que mi compañía.
Una espantosa sensación de desasosiego y soledad se aferró de mi corazón, robándome la poca calma  que me quedaba, me encontraba empapado a consecuencia de la prisa con que regresé. Abrí la puerta de la cabaña, y abrazado por el silencio y la oscuridad, me arrodillé junto a la cama, apreté sus gélidas  manos, y  puse mi oído en su pecho; jamás  me sentí más miserable en esta vida, ¡su corazón se había apagado!
***
Pasé la noche  orando por su descanso, pidiendo perdón a su alma  por haberle dejado sola. Me torturaba esa idea, tal vez, fui el culpable de su suerte. Sabía que si hubiese sido un señor, poseedor  de tierras y rocines, si tuviese en el momento un buen vestido y brillantes zapatos de charol, un elegante sombrero y una pipa, el médico no se hubiese rehusado a salvar la vida de Marieta, quizá me habría atendido con amabilidad,  y hasta me pudiera haber convidado un trago de su botella  predilecta.
Cuando los padres y demás allegados  de la desafortunada  se enteraron de la noticia de su deceso, pensaron lo mismo, lo que en si era cierto; con otro tipo de hombre a su lado el destino de Marieta se habría escrito con otra tinta.
 Entonces, dominados por un sentimiento de cólera y furor, optaron por aporrearme hasta el cansancio, quebraron cuanto pudieron de los estantes, destrozaron   nuestras pertenencias, y  se llevaron el cuerpo que yo me disponía a preparar para la  cristiana sepultura.  Después de escupirme la cara prendieron fuego a la cabaña, dejándome casi sin conciencia en el suelo.
 Reaccioné, logré levantarme y apagar las llamas que no se inflamaron lo suficiente para rasguear otra tragedia.  La mano de la devastación había visitado mi casa, no me quedó si quiera en donde sentarme, mi miseria ahora era absoluta, no le  llevaría una flor a Marieta,  no  le daría el último adiós a su cuerpo. ¿Qué hombre podría ser más  desdichado en esta tierra?, no podía existir un sufrimiento mayor en el mundo ni nada que me pudiera hacer más daño.
 Los días pasaban sin prisa, ahondando el vacío que Marieta había dejado en mi vida. No había manera de acostumbrarme  a vivir sin su compañía, ella era el motor de mis alas,  todo lo que deseaba.
 El jardín estaba irreconocible, y  a pesar de mis esfuerzos por mantenerlo vivo, las flores  se marchitaron, la tierra era opaca como mis ojos tristes, las pobres matitas extrañaban a su fiel compañera, no más que yo,  pero sentían su ausencia.
No desearía siquiera que mis enemigos tuviesen que vivir una noche como las que vinieron entonces, llenas de angustia y de soledad; despertaba en la madrugada creyendo que Marieta estaba a mi lado, contrario a eso, el frío de la desolación y la mirada de la culpa me invadían. Era inevitable romper en llanto, morder las sabanas o espiar en la ventana esperando ver su fantasma. Creedme mi buen amigo, ese es un castigo cruel. Más de una vez preferí estar muerto, para buscarla en la noche oscura, para besarla e implorar su perdón,  para dormir bajo el árbol que vio nacer nuestro amor.
Una noche mientras cenaba sentí más que nunca su ausencia, se me hacía insoportable la idea de vivir sin la mitad de mi corazón, ya sabía que el cuerpo de Marieta reposaba en el mausoleo familiar, y también conocía su ubicación, no podía acercarme allí ni por equivocación, pero sentía la necesidad de visitar su tumba, de llevarle en nombre de nuestro amor una flor. La penumbra  me serviría de cómplice, era mi momento.
 Custodiado por la mirada de los astros me encaminé hacia el cementerio, la densa niebla estuvo tras de mi todo el recorrido. Tuve que violar el cerrojo de la reja para  entrar al sitio donde descansaba su cuerpo; me arrodillé frente a su tumba, y  luego de  ofrecer una oración a  su alma, quise proponerle conversación. Le conté como era mi vida sin ella, con mis lágrimas traté de ganarme su perdón, reclamé piedad por el hecho de haberle dejado sola; también   le requerí enseñanza para cuidar el jardín, pues yo quería que las flores recuperaran su esplendor; en fin, no podría recordar ahora todo lo que dije esa noche.
No era conveniente que mi estadía en el huerto de los condenados se prolongara, debía irme, así que dejé la rosa  blanca que le había llevado sobre la gélida loseta,  ahogué el fuego del candil y me dispuse a salir.
 Cuando di la espalda,  algo se aferró a mí hombro; giré sobresaltado pero no pude ver a nadie en semejante oscuridad, encendí de nuevo la lamparilla, y para mi sorpresa,  la rosa que había dejado sobre la tumba ahora era negra como el ébano.
****
Admito que me sentí espantado, pero no me atreví a huir de repente, tal vez mi imaginación estaba convulsionando, y el sentido del tacto me jugo una mala pasada. Retomé la acción de abandono, inquieto aun por la transformación insólita que había tomado la flor, y lo que vino después, fue tan real como las lloviznas de abril, una suave y melancólica voz que  quebró el silencio del estrecho recinto:
—Amor mío, ya no sufras más, no hay nada que  deba perdonarte.
Creyendo ser víctima de un juego sonoro, tal vez sometido a oír una cadencia fantasmal, avancé dos pasos hacia la tumba, presto a percibir el más leve susurro, y de nuevo el espacio fue invadido por la fúnebre voz:
— Sí, mi amor, dame la paz que mi alma tanto ansia, he llegado a sentir la magnitud de tu dolor, y sufro tanto o más que tú, pero ya es hora de olvidar, es tu hora para vivir.
Sin duda era Marieta. El miedo que había penetrado en mi espíritu, se disipó de inmediato. Acercándome lentamente al rincón de donde escapó la voz, quise buscar—asistido  por la suave luz de la lámpara— a mi amada mujer.  Le invoqué un par de veces, pero no hubo ya respuesta alguna.  La losa de la tumba no mostraba indicios de movimiento,  y al darme cuenta que su sombra no se cobijaba en ningún rincón de la cámara mortuoria, decidí retirarme, conmovido  aun por la irregular experiencia.
Estando ya en la cabaña,  me hundí en un sueño  profundo que  nada perturbó hasta la amanecida, desde la muerte de Marieta no había podido descansar de tal manera.
Desperté muy tarde, la idea de su voz  triste y sofocada aún continuaba navegando en los mares de mi conciencia, sus palabras retumbaban en mis oídos como un tambor de guerra que suscita la fiereza en el campo de batalla, mi corazón anhelaba sentir de nuevo su compañía, su medrosa compañía. No había otra cosa que deseara tanto, en esta vida o en la otra, debía ir en su búsqueda para sentir nuevamente su aliento, así fue como esa noche fui por Ella.
Me paré de nuevo frente a la tumba y dejé un par de rosas blancas en la losa, elevé una oración al cielo pidiendo perdón por querer perturbar el descanso de la muerta, y me arrodillé para besar pudorosamente el mármol frío y pesado.
¿Cómo la criatura más hermosa de la creación podía reposar en un lecho tan gélido, en un recinto tan sombrío, tan absurdamente sujeto a la soledad? ¿Por qué no se presentaba de nuevo ante mí, si sabía que mi alma esperaba regocijarse en su hálito? ¿Por qué tardaba, si sabía que mi corazón se consumía en el fuego del afán?
Agobiado por el paso inútil de la máquina del tiempo, y decepcionado  por la sensación de haber creído vivir un episodio real la noche anterior, dejé que la locura y la necesidad que dominaban mi palpitar explotaran en una idea terrible.  Con la fuerza de un rebaño de demonios,  me di a la tarea de remover la losa de la tumba, ya no podía esperar más, debía contemplarla, quería besarla por mas desfigurada que estuviera; la tenue luz de  la lamparilla me dejó ver su rostro, y no me lo creerías jamás, su piel era tan fina y escarchada, que podía haberle confundido con un lucero,  fresca y adorable en todo sentido. La lozanía de su figura hizo que una marea de  pasiones invadiera mi corazón, y llevándola a mis brazos, apoderado por el arrebato de un condenado, la besé con ímpetu, quería quedarme allí eternamente, acariciando su rostro fascinador, nadando con mis dedos por su larga cabellera rubia.  Después  de ese beso, no la podía alejar de mí.
 Quería llevarla  de vuelta a la vida, a los piélagos de la luz, entonces, la profané de su tumba, envolví su delicada figura en mi abrigo,  y cuando me disponía a huir, Marieta abrió sus ojos y los clavó en mi desbordada mirada.
 Todo fue quietud ese eterno instante. Yo no sentía miedo, estaba sorprendido por lo inconcebible, sus sentidos vivían ahora en los míos.
 Desanimada y sorprendida, adornando sus palabras con una expresión de angustia preguntó:
— ¿A dónde me llevas? ¿Qué vas a hacer conmigo?
— ¡Estas viva mi gran amor!, ¡has vuelto a la vida! ¡He de llevarte a nuestro hogar, ni la muerte misma podrá separarnos, no voy a permitir que las huesudas manos de esa dama sombría  te arrastren de nuevo a las tierras bajas!
— ¿Acaso no vez que soy un cadáver?, no hay  otro camino para mí, déjame, deja que mi cuerpo reposé en el lugar que el destino le ha escogido.
— ¡Pero si estas viva, aquí, conmigo! Dime, ¿cómo es que tus ojos vieron luz  de nuevo?, dime si tu voz es una alucinación demoníaca que se reproduce para abatirme, no me niegues la dicha, no me arrebates el alma, no me dejes solo, nunca  más.
Como sin fuerzas, y queriendo languidecer, Marieta replicó:
 —Regresé  de las tinieblas para decirte que te adoro, para decirte que no hay culpa que debas expiar; siempre serás mi gran amor, y piensa cariño mío, que este cuerpo no se conservara más que por unos días, piensa que me convertiré en un esqueleto,  porque mi carne desaparecerá como el vino del cáliz, porque estoy muerta. Mis cuencas estarán vacías, no podrás amarme cuando  sea un fétido cadáver, ¡sé que no podrás! — Expuso apretando con sus afables manos mi pecho.
— ¡Te amaré,  seas lo que seas!, solo ven conmigo, a nuestro jardín, escapemos de esta tortura y no renunciemos a batallar; descansa mi amor, yo te llevaré a tu hogar.
 Marieta cerró los ojos y dejó caer el peso de su cabeza sobre la nada, nos refugiamos en la vieja cabaña y de nuevo caí víctima de un pesado letargo.
*****
 En la mañana desperté agitado, creyendo que todo lo que había sucedido era fruto de mi imaginación, hasta que vi a Marieta  a mi lado, respirando como si perteneciera al mundo de los vivos. La luz del día hacia que aparecieran unas manchas sobre su rostro, así que me ocupé en cubrir cada ventana con pesadas cortinas.  Esa noche despertó del extendido sueño, se puso de pie, y examinó todo lo que había a su alrededor, toda esa ruina en la que yo vivía entonces. Me preguntó qué había sucedido, yo no quise contestar esa pregunta. Reflexionó silenciosamente un par de minutos, se asomó por la ventana y sonrió al ver su adorado jardín. Caminó descalza por sobre el húmedo herbaje, se acercó a las flores y abordó la tarea de mimarlas como acostumbraba cuando estaba viva.
Marieta parecía fatigarse con facilidad, su piel día tras día era más pálida, más muerta; Reconocí en su momento lo egoísta que me mostraba, la pobre mujer estaba combatiendo ferozmente por no dejarme solo, yo no pensé jamás en consecuencia alguna, solo vivía para disfrutar cada instante junto a ella.
Y así  pasaron unos días, ¿Cuántos? , no lo sé, pero fueron los más cortos  y dulces de mi existencia;  yo era feliz de nuevo, pero una noche, Marieta se levantó horrorizada; la carne de sus manos la había abandonado, igual que gran parte de su rostro, igual que gran parte de su pecho, lloraba desconsolada, no podía hacer más que gritar y maldecir.  
Yo traté de consolarla, pero con la timidez de una fiera que ha perdido las garras, expuso a mis ojos  su rostro maltratado y corroído.
— ¡Mírame, mírame bien! ¡No es esto lo que quieres, no es esta la mujer que amas, debo irme, déjame ir por piedad, no sufras más para que yo pueda ser feliz!
— ¡No ahora, no puedes dejarme ahora!
Me arrodillé convertido en suplicas, no me importaba que tan diferente aparentara ser su belleza, era la más hermosa para mí.  Tal vez pensó en aceptar mi petición,  pero en su aflicción, vi la impotencia que le representaba seguir luchando  contra el tiempo, era una carrera que seguramente jamás ganaría.
Era el momento de dejar de pensar en mí.  Jamás le vi llorar como esa noche, como esa última noche.
Cruzamos la mirada invadidos por el tajante hielo de la  nostalgia, y luego nos besamos de manera tierna; fue difícil decir adiós, y aún más difícil dejar de abrazarnos; la llevé de la mano hasta su jardín, ella quería descansar allí, ese fue su último deseo.  
Preparé una fosa cerca de sus flores favoritas,   ¡que tarea más difícil!, luego llevé la caja que con tanto celo le había construido y nos preparamos para la  desagradable ceremonia.
 Y otra vez fuimos silencio, podíamos vernos a través de un torrente de lágrimas; se recostó en el humilde ataúd, soltó mi mano y suspiró con intensidad. Su respiración entrecortada se fue extinguiendo de a poco, sus ojos se cerraron, de nuevo era un cadáver.   Cerré la tapa que la apartaría eternamente de la luz de los vivos, cubrí el cajón con tierra hasta que desapareció de mi vista, me senté junto a las avivadas flores, mirando perdido hacia el firmamento, sin dejar de pensar un solo instante en aquellos días.
 Me quedé dormido sobre la tierra húmeda, el rayo del sol me despertó muy temprano, ese ya descrito aire de nostalgia vivía en mi cuerpo y aun sentía en mi boca los cálidos labios de mi gran amor.  Sobre la tierra que cubría la fosa había una rosa negra, la flor más bella que mis ojos jamás vieron,  el símbolo de nuestro amor, la muestra viviente de que la muerte no es el final del camino.
Ha pasado mucho tiempo, y esa rosa aún permanece en el jardín.
 Espero ansioso el día de mi muerte, porque me quiero reunir con ella, porque sé que en algún lugar me está esperando. 
Esta pues, es mi historia, y te puedo decir humildemente que no escucharas jamás una igual, porque no ha existido, ni existirá, un amor como el nuestro.